Opinión

Todos fuimos cómplices

Se la escuché por primera vez a una anciana de pueblo. Sentada en el umbral de su puerta ella me dijo: «cien que hagas y una que yerres todas las pierdes». La atropellada visita de Juan Carlos I me trajo aquella sentencia pegada a los errores del monarca en su camino hacia la decrepitud. Y me asaltó el arrepentimiento por haberle dicho, durante una conversación informal en el Pazo de Raxoi, que «sin mover una coma de mi pensamiento republicano me sentía juancarlista». Entiendo que era mi justo reconocimiento a su labor durante la transición a favor de la instauración de la democracia, avalada por su actuación pública en la noche del 23F de 1981. Hoy, frente a la mala de los fraudes cometidos, me resulta imposible valorar como buenas las cien anteriores.

La gloria de aquel Juan Carlos I quizás se haya caído para siempre de los libros de historia. La benevolencia de los cronistas modernos ya no se mueve por los corredores del añejo poder cortesano. La vinculación del príncipe con el franquismo, que parecía amortiguada, ahora vuelve a ser una nota malsonante en su biografía. La traición al padre, Juan de Borbón, ocupando su lugar en la línea dinástica para ‘salvar la monarquía’, se usa también para justificar su desahucio por parte del hijo, Felipe VI, como consecuencia de líos de faldas y de familia, no políticos. Trifulcas semejantes a las de Fernando VII con su hermano Carlos, o a las de Isabel II con su madre María Cristina de Borbón, o con su hijo Alfonso XII, o él con ella y su padre putativo, o las de Alfonso XIII con su madre María Cristina de Habsburgo, o a las de Juan de Borbón, enterrado con el título de falso rey como Juan III, contra sus dos hermanos mayores… ¡Aunque casi todos tuvieron romances y coplas, qué triste y cansada es la historia de esta familia!

Creímos que Juan Carlos I, el demócrata, estaba destinado a romper con semejante maleficio. A acabar con la tradicional falta de respeto al pueblo usada por el obtuso Fernando VII y predecesores, o con la larga tradición de corrupciones abanderadas por los negocios de las dos Marías Cristinas, reinas regentes, o con los líos de alcobas y faldas de Isabel II y Alfonso XIII… La excelente imagen y campechanía de Juan Carlos, en contraste con la estirada y tradicionalista de Sofía, la reina consorte, no tardó en granjearle el afecto ciudadano. La predisposición a entenderse con la izquierda socialista, mejor que con la derecha cavernaria, le avaló solvencia y prestancia política. En ningún momento importaron los devaneos con el artisteo y se le aplaudieron las borbonadas en un país de don Juanes de vía estrecha. Incluso los negocios parecían oscuros pasatiempos de amigotes. 

Todos fuimos cómplices hasta que los líos de familia y amantes rompieron la urna dorada y la podredumbre pasó de ser simple olor a convertirse en materia de juzgados. Ya de nada le redime la telaraña legal de las absoluciones y similares. Pasará a la historia como Juan Carlos I el defraudador. Nuestra complicidad es tan injustificable como sus actuaciones, aunque seamos inocentes de facto. Pero no podemos seguir siéndolo aunque ahora le otorguemos el derecho a vivir en España, haciendo uso de una desfachatez de clase antes oculta. Aunque le permitamos una buena ancianidad, distinta a la de millones de españoles que, sin haber roto las obligaciones fiscales, tendremos que cubrir con pensiones escasas.

Él es quien está destruyendo la institución monárquica que restauró y no debiéramos cometer el mismo error cómplice con el hijo. Por tanto, desde los partidos, lo mejor que deben hacer es guardar un cauteloso silencio. ¡Silencio, aún se rueda!

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