Opinión

Suicidas anónimos

La única vez que vi a un suicida ahorcado yo era adolescente. Dijeron que las deudas y la desesperación lo habían llevado al final. Escuché llamarlo cobarde porque dejaba desamparada a la compañera, sin oficio ni beneficio, con cuatro hijos pequeños. Escuché llamarlo valiente por cuanto supone enfrentarse al abismo de la muerte. Escuché llamarlo inconsciente ante la sentencia divina, que lo condenaría a las llamas del infierno por atentar contra las leyes naturales… Los calificativos rodaron, como cantos en un río, para todos los gustos, pero lo que más me sorprendió en aquel momento fue ver salir el ataúd de su casa absolutamente desamparado por deudos, amistades y clero. Eran los años sesenta del siglo pasado.

Andando el tiempo supe que a la encina, donde se colgó aquel desgraciado carpintero, la llamaban “el árbol del ahorcado”. Creí que se lo debía a él. Pero no, otros le habían precedido. Sin embargo no sé si tuvo imitadores o si alguien decretó cortarla para evitar tentaciones. Algo muy habitual en este país, donde en lugar de buscar las causas y ponerles remedio las ocultamos o nos vamos por las ramas. Traigo este cuento porque he sabido, por casualidad, que cada año en España se suicidan más de cuatro mil adultos y unos trecientos adolescentes. Esto es, una media de diez mayores diarios y casi un escolar cada veinte horas. El suicidio es, por tanto, una pandemia escondida tras los telones del silencio.

Me he puesto a averiguar y he descubierto que además de los expertos en la cuestión, de cuya existencia y preocupación ya sabía, existe hasta un observatorio para analizar las causas y elaborar estadísticas en paralelo al INE. Los gráficos con datos oficiales, desde 1980 hasta antes de ayer, son demoledores. La progresión ascendente es terrible. Cada año supera al anterior. De lo cual debemos deducir la inoperancia en la concienciación, en la prevención y en el remedio. Sólo cuando un personaje famoso decide quitarse la vida o un adolescente es víctima de bullying y muere saltan las alarmas del escándalo y nos rasgamos las vestiduras antes de llegar a la conclusión, o el consuelo interesado, de que el suicidio es un acto individual y voluntario. He ahí la fatídica rama de la encina del presente.

Sin embargo, percibo que el suicidio sigue siendo un acto socialmente proscrito. Razón del silencio. Es una trágica herencia de las enseñanzas religiosas recibidas. El suicida no es querido por el Dios cristiano. No sé en otras creencias. Se condena a sí mismo, dicen en la nuestra, y pasa a ser objeto de vergüenza para la familia y amistades. Se establece el mutismo y se le niega el perdón, el auxilio del duelo y se le excluye del entierro en suelo consagrado. Así ha venido sucediendo durante cientos de años y no parece que podamos deshacernos de esa pesada mortaja.

¿Debemos seguir conformándonos? Creo que no, porque el síntoma es muy grave. Uno más de cuantos emite la piel de la sociedad moderna que hemos construido. Cada suicida anónimo es una voz gritando, protestando contra el sistema, contra la educación y contra la cultura. Lamentos contra quienes reducen el clamor de tantos a situaciones puramente individuales o a supuestas enfermedades. Un modo de talar la encina silenciosamente. Así, mientras usted ha leído esta columna, en algún lugar de España una persona se ha colgado de un árbol olvidado por la indiferencia colectiva.

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