Opinión

Mi parte de guerra

Casi todas las madrugadas me levanto arrastrando el sueño de ser guerrillero antes de encender la radio y escuchar los indignados partes de guerra sobre la invasión de Ucrania. Imagino métodos para destruir los tanques rusos o formas de sabotear su combustible, hacer volar los camiones de avituallamiento alimentario y hasta soy capaz de cruzar las líneas del ejército invasor y alcanzar la frontera más vulnerada, y desde allí lanzar misiles contra poblaciones rusas inocentes como, por ejemplo, Rostov del Don o Shajty, desde donde creo que partieron los confundidos soldados de Putin, creyendo que iban en pos de la liberación de sus vecinos.

Sí, pienso en una ofensiva del ejército ucraniano o de los voluntarios, quienes investidos del utópico patriotismo están dispuestos a dar la vida por una bandera o por una nación, como si tuvieran medios para vencer. Ellos se han alistado despreciando las propias existencias, infinitamente más valiosas que el palmo de terreno o la insignia por la que están dispuestos a resistir e inmolarse. Pero también yo, desde mi pacifismo natural e intelectual, me siento solidario con su causa y, cuando mueran y la bota del criminal de guerra ruso pise la tierra de sus tumbas, los lloraré desde los rincones de la impotencia, entre las telarañas de la eterna miseria humana.

Me levanto guerrillero, sí. Como lo fue aquel bisabuelo mío, quien con el sueño de la gloria desde el sur se vino al norte para luchar contra los carlistas, mientras María Cristina de Borbón se afanaba en hacer negocios sucios e inventar títulos nobiliarios capaces de contentar a su amante, el guardia de corps Agustín Muñoz. Mi antecesor ayudó a salvar la patria que la señora malgastaba… No murió de un disparo pero estuvo maldiciendo a la monarquía borbónica hasta el último suspiro. Vivió un episodio de la Historia universal tan repetido como las tormentas de invierno. 

Ahora el rol de los soldados ucranianos es idéntico pero atado con otro collar. El pueblo lucha, muere o huye mientras Putin, el asesino de guerra, con quien medio mundo ha confraternizado, engorda su fortuna gracias a la corrupción y disfruta con bellas amantes en yates multimillonarios. ¿Nadie esperaba este paso de ardor guerrero después de las brutalidades de Chechenia? ¿O de la invasión de Crimea? ¿O de la ocupación de Georgia? En todos los casos los cientos de muertos anónimos solo son llorados por sus deudos, el mundo libre nada sabe, o quiere saber, de ellos. ¿Cuánto tardaremos en olvidar a los de Ucrania?

Me levanto guerrillero, sí, y me enfado con la Europa solidaria de paños calientes, aunque sea capaz de comprender y aceptar la necesaria prudencia de la política internacional. Y hasta, por primera vez, veo un resquicio positivo en el fenómeno del mundo globalizado asediando a Rusia con la pretendida asfixia económica. Estamos asistiendo a un capítulo histórico inédito: la economía contra las armas. Le hemos dando la vuelta al calcetín. Hasta antes de ayer el objetivo no confesado de las guerras era revertir o revitalizar la economía y, de paso, rebajar la población de alguna parte del planeta. Pero, como en toda contienda bélica, las desgracias colaterales ahora también nos llegan a nosotros. Soplan aires de guerra mundial y estar mal armados no parece una buena idea para despertar tranquilo o vestido de guerrillero cada mañana.

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