Opinión

Es la Otan, compañeros

Quizás los pacifistas hayamos perdido la guerra. O, simplemente, el psicólogo que inventó y escribió las biografías de Caín y Abel retrató a la Humanidad del modo más certero posible. Desde aquella disputa fraternal en el Paraíso Terrenal no hemos cesado de usar la quijada del burro unos contra otros. La hemos perfeccionado, sí. Sin embargo no hemos logrado borrar el estigma de la inquina de la propia casa y de los cerebros humanos. Ni las lecciones de la Historia, ni la educación, ni la cultura nos han movido un ápice del empeño por matarnos permanentemente. Ni nos hemos arrepentido de encumbrar a los héroes de las batallas, ni las gestas de unos pueblos contra otros. Ateniéndonos a esos antecedentes no nos queda otro remedio que aceptar, y hasta agradecer, esa cumbre internacional de la Otan celebrada en Madrid esta semana.

En 1982, de prisa y corriendo, Leopoldo Calvo Sotelo, UCD, nos metió en la Alianza sin preguntar al pueblo. Un año más tarde Felipe González, PSOE, preguntó para que ganara la permanencia. El NO perdió por poco más de dos millones de votos. Muchos de quienes escribíamos y opinábamos entonces mostramos nuestras dudas ante el SÍ o a favor del NO. El dilema se barajaba entre la voluntad hacia el pacifismo y el miedo a la realidad de los beligerantes eternos. Elegir ser Abel o Caín no resultaba fácil en el gran escenario internacional de la Guerra Fría. Y las dificultades políticas y económicas, en plena Transición, no ofrecían buenas recetas para optar por la neutralidad. Franco nos había llenado el país de bases militares americanas, la Otan estaba entre nosotros sin las ventajas y derechos de pertenecer a sus órganos de decisión. El lema que tantas veces gritamos desde la resistencia democrática, ‘¡Bases fuera!’, era una utopía en la que gastamos inútilmente tanta saliva como pintura en los muros.

Cuarenta años después los órganos de decisión se han reunido en España abriendo la puerta a dos estados neutrales, Suecia y Finlandia, de histórico ser y sentir pacifistas. ¿Qué los ha traído, de prisa y corriendo, a los brazos de la Organización? Sin duda, el miedo a la guerra, el miedo a la soledad frente al nuevo fascismo imperialista de Rusia. ¿Hemos retrocedido en el tiempo? En absoluto, estamos en el mismo lugar, en el mismo parque juvenil por el que correteaban Caín y Abel hasta que el primero encontró el esqueleto del asno muerto y comido por los buitres. El resto de la crónica son adornos.

Con la caída del muro de Berlín, la desaparición de la URSS, liquidado el Pacto de Varsovia y entregado el premio Nobel de la Paz a Mijaíl Gorbachov, la Guerra Fría parecía finiquitada y la Otan condenada a languidecer bajo la potencia de la globalización internacional de los mercados y las garras del capitalismo financiero. Nuevamente nos equivocamos. El espíritu pacifista de la tranquilidad no estaba a salvo, el egoísmo de contemplar los problemas bélicos en territorios apartados, volvía a ser un espejismo en la autopista de los intereses armamentísticos y en la cabeza de algún megalómano, como es el caso de ese tipejo llamado Vladímir Putin, dispuesto a entrar en la Historia universal devorando a sus congéneres con el más puro estilo de Saturno.   

Escuchando hablar de la invasión de Ucrania y del rearme de la Otan resultan lamentables los análisis de quienes abogan por el desarme de esta parte del Paraíso. A estas alturas, yo creo que los pacifistas no somos de este mundo. Sin que esto signifique una rendición, compañeros.

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