Opinión

La culpa, del muerto

El juicio contra la expresidenta madrileña Cristina Cifuentes quedó el viernes visto para sentencia. Todo el alegato de su abogado defensor, José Antonio Choclán, consistió en responsabilizar al fallecido Enrique Álvarez Conde, director del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos. Como estrategia de defensa era la más fácil: los muertos no pueden defenderse. Pero, al margen de esa bajeza argumental, el letrado hizo una descripción de los apaños y tratos de favor del centro universitario que, sin duda, ofendió a muchos estudiantes que cursan sus carreras en esa universidad.

Desde que estalló este escándalo la huida de matrículas de la URJC ha sido evidente porque sus alumnos temían ver devaluados unos títulos y unos máster que nadie les había regalado y que con esfuerzo económico y estudio lograban. Así que, primero por salvar la carrera política de Cifuentes y ahora por evitarle una condena de prisión, se vuelve a poner en cuestión una institución docente que no fue creada para dar lustre a una clase política tramposa sino para formar nuevas generaciones de españoles.

Hábilmente, la expresidenta de la Comunidad de Madrid renunció a su derecho a intervenir ante el tribunal. Dijera lo que dijera era muy difícil olvidar su imagen todavía en el cargo y esgrimiendo en una mano el acta de su trabajo fin de máster que ella sabía mejor que nadie que era una falsificación. Y su lapidaria frase: "Las cosas se acreditan con papeles, no con palabras". Han pasado los años y todavía asombra tamaña desfachatez. Porque como dijo en la sala la fiscal Pilar Santos, ella no se manchó las manos, simplemente consintió que sus colaboradores presionaran hasta la náusea a funcionarios y profesores de la universidad para que ‘fabricarán’ un acta que salvara su carrera política.

Evidentemente Cristina Cifuentes no llamó a nadie de la URJC cuando el escándalo saltó en los medios. ¿Para qué? Si tenía diligentes colaboradores que, de forma reiterada y persistente, lo hacían en su nombre exigiendo una «solución inmediata» al problema de la presidenta madrileña. No solamente se redactó un TFM inventado, sino que se obligó a firmar a profesores con mayor fragilidad en sus contratos laborales. A otros, simplemente, se les falsificó la firma.

Si Cifuentes hubiera seguido la senda de otros altos cargos europeos, que dimitieron al día siguiente de conocerse irregularidades en sus curriculum universitarios, se habría ahorrado el bochorno de su vergonzosa salida de la Puerta del Sol, tras hacerse público el vídeo en el que era retenida por un vigilante por robar unas cremas en un supermercado. Lo que tanto trató de evitar: el fin de su carrera política, se cerró de un portazo y para siempre. Además habría evitado el descrédito de la URJC. El prestigio es lo único que no puede perder un centro de educación superior.

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