Opinión

Trabajar con dignidad

El reconocimiento del derecho al paro para las trabajadoras del hogar llega con 60 años de retraso respecto al resto de asalariados
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photo_camera Una trabajadora realizando labores de limpieza. EUROPA PRESS

El consejo de Ministros reparó esta semana vía decreto ley una de las mayores vergüenzas que arrastraba el mercado laboral al sacar al empleo doméstico –un colectivo que en Galicia tiene rostro de mujer en el 98% de los casos– de su secular estado de invisibilidad mediante la equiparación con el resto de trabajadores por cuenta ajena.

El hecho de que el colectivo no haya visto reconocido hasta ahora el derecho a cotizar para poder acceder a una prestación por desempleo, una cobertura que para el resto de profesionales por cuenta ajena comenzó a regularse durante la dictadura a través de la ley de 1961 por la que se implantó el seguro nacional de desempleo –el precedente de las reformas desplegadas en democracia–, refleja cómo algunos prejuicios atávicos siguen arraigados en el ideario colectivo. El trabajo doméstico se continúa viendo como un empleo de segunda categoría pese a ser una fuente de ingresos que ha ayudado a muchas familias a salir adelante y prosperar.

En España, el régimen especial para empleados de hogar cuenta con algo más de 373.100 cotizantes, de los cuales 24.200 son claves en el día a día de cientos de familias gallegas al encargarse de la limpieza, la cocina e incluso de atender a niños, ancianos y enfermos, tareas que todos tratamos de esquivar en mayor o menor medida por resultar arduas e ingratas.

Es de justicia dignificar una profesión que ha ido ganando presencia por la necesidad de atender labores tradicionalmente feminizadas que quedaron descubiertas con la masiva incorporación de la mujer al mercado de trabajo.

Pero quedan retos por delante como el que plantea Carmen Grau, profesora de Derecho del Trabajo y Seguridad Social de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, que ve clave hacer atractiva la formación y la cualificación profesional para mejorar las condiciones laborales del colectivo, un capítulo para el que ve fundamental definir las actividades propias del empleo doméstico, aclarando, por ejemplo, si deben incluir o no los cuidados a dependientes. Acertadamente, Grau achaca la falta de preocupación por la formación del colectivo a "la creencia de que el simple hecho biológico de ser mujer capacita de forma automática para la prestación de ciertas tareas como es el caso de las domésticas y de cuidados intrafamiliares".

Tampoco ayuda a la dignificación del empleo doméstico el hecho de que sigamos menospreciando el valor económico del trabajo que requiere llevar un hogar y que no es remunerado. En un reciente estudio, la socióloga de la Universidad Carlos III de Madrid Paz Olaciregui apuntó que, si estas tareas se pagaran, supondrían el 40% del PIB español, esto es, unos 482.000 millones de euros en 2021.

Aunque quedan deberes por hacer, el reto más inmediato es la aplicación práctica a los contratos en vigor y a los que se firmen de ahora en adelante del derecho a la prestación por paro y del fin del despido sin justificación. Falta por ver si las bonificaciones trazadas por el Gobierno para que las familias contratantes afronten la subida de las cotizaciones son suficientes para evitar un aumento del empleo sumergido, que sigue teniendo un elevado peso en Galicia, sobre todo entre el colectivo inmigrante, como denuncia la asociación Xiara. En todo caso, se trata de un paso largamente esperado desde que en 2011 el Gobierno de Zapatero creó el régimen especial de empleados de hogar, conviniendo reconocerles la protección por desempleo en 2013 tras el análisis que iba a encomendarse un grupo de expertos y del que nada más se supo. Al final, once años de llamadas de atención de la OIT ante la desprotección del colectivo y la sentencia que el TJUE dictó en marzo confirmando que la exclusión de la cobertura por paro introduce una clara discriminación por razón de género han dado sus frutos.

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