Opinión

Mentiras, insultos y coacciones sindicales

UNA EMPRESA, negocio o industria, pues de muchas formas se puede denominar la unión de recursos humanos, materiales y financieros para acometer la producción de manufacturas o la prestación de servicios, debe, si quiere permanecer en el mercado, satisfacer una necesidad y ser competitiva. Pero, en su génesis, alguien debe promover y liderar el proyecto. Y es en ese momento cuando aparece la figura del empresario, jefe o patrón que aunando voluntades, arriesgando su capital y utilizando su talento, trata de sacar adelante su emprendimiento.

Es verdad que estos individuos no gozan de buena fama en nuestras sociedades "del bienestar" occidentales siendo, con frecuencia, tachados de capitalistas, especuladores o explotadores; y no quiero ser yo quien niegue lo ajustado de esos apelativos en algún caso. Pero no son esas acepciones despectivas lo que define su imprescindible y necesaria función en una economía de mercado que, por lo experimentado en la historia reciente, es la que mayor prosperidad y libertad proporciona a la sociedad.

Ocurre, sin embargo, que en las economías "maduras" en que nos desenvolvemos en el mundo desarrollado, el jefe o patrón no siempre es el propietario; ni el empleado o trabajador se corresponde con la imagen atávica del proletario desasistido. La situación se ha vuelto más compleja hasta llegar a la sofisticación de encontrar asalariados que ejercen de empresarios (empresas cotizadas) y miembros de clases dirigentes y acomodadas que se reclaman "trabajadores". Es la perversión y tergiversación del lenguaje y de las formas de vida y de entender la vida. Por eso, en EEUU, que siempre va dos pasos por delante de nosotros, están muy preocupados con la proliferación (por el poco rigor y análisis con que asimilamos la información) de lo que denominan fake news o noticias falsas.

No es algo nuevo. Desde los tiempos de Himmler -lugarteniente de Hitler- se sabe que "una mentira repetida machaconamente acaba convertida en verdad". Y en esta habilidad son maestros los sindicatos (y algunos políticos), pues es habitual que nuestros órganos de representatividad colectiva sean incapaces de asumir y gestionar la creciente complejidad social. Hay colectivos que se niegan a aceptar la evolución y desregulación de las clases sociales. Y es paradigmático de este proceder el léxico y la actitud de los sindicatos. Ellos lo tienen meridianamente claro: solo hay buenos y malos, explotados y explotadores, capitalistas y proletarios. Y no es así. Pero su influencia (y su conveniencia) ha impregnado buena parte de la legislación laboral otorgándoles un poder en las empresas que no se ajusta ni a su capacidad ni a las leyes del mercado. Los políticos, sin embargo, son reacios a cambiar la normativa, quizás porque "entre bomberos no se pisan la manguera". Por eso cuando alguien cuestiona su poder o su preponderancia, su ataque es despiadado, visceral y acrítico. Se juegan su supervivencia y sus privilegios.

Gestiono o dirijo una representativa firma que, habiendo salido de la ruina hace dos años (y después de haber inyectado los accionistas casi un millón de euros en dos sucesivas ampliaciones de capital), se ve zarandeada, acosada y desacreditada por el sindicato UGT. La firma y mi persona.

A mi edad, la fortaleza de ánimo y mi respeto y dedicación a tres o cuatro principios que han dirigido mi biografía está garantizada. Pero el daño que están haciendo a la economía de SARGADELOS y el que pretenden hacer a su imagen, no tiene explicación racional.

Son hechos ciertos e incuestionables que tenemos un contencioso con una sindicalista; que su blindaje corporativo nos ha impedido prescindir de sus servicios y que sus compañeras de trabajo, siguiendo el procedimiento reglado, han decidido destituirla de su cargo electivo. Que tal situación no le guste a la sindicalista y a UGT es entendible. Pero que nos interpongan mas de diez demandas judiciales reclamando cientos de miles de euros; que su secretario general, D. Josep Álvarez, me dedique un artículo insultante y amenazante; que sus acólitos provinciales y regionales me tilden de gánster, inepto, machista, explotador y cacique entre otras lindezas; que tergiversen la realidad de los hechos, ratificada judicialmente, para crear un clima de opinión favorable a sus intereses sindicales; que hagan pintadas a la entrada de la fábrica; y que, finalmente, vengan desde toda España el día 23 a manifestarse a Cervo "contra la opresión laboral de los trabajadores y trabajadoras" que, según ellos, practicamos en SARGADELOS, sería, cuando menos, hilarante, si no fuese que las sociedades todavía atraviesan una situación económica muy delicada; y tal presión e intimidación agrava su estado.

Los sindicatos son sucesores de las Trade Unions británicas, y su importancia y contribución para conseguir mejoras en las duras condiciones laborales del último tercio del siglo XIX y buena parte del XX es innegable. Pero, como trato de explicar al inicio de este artículo, las estructuras empresariales y sociales de nuestros días, nada tienen que ver con aquello. Hoy los sindicatos son oligarquías implantadas sobre todo en administraciones públicas o empresas con gran dependencia del BOE, en donde, efectivamente, como el dinero fluye (y es de todos o no es de nadie) consiguen sueldos y condiciones de trabajo ventajosas. Pero es a costa de los parados, las Pymes y los inmigrantes, en donde sus normas y sus estatutos son inviables. De la misma forma que las patronales o la CEOE nada tienen que ver con las cuitas y dificultades con las que tiene que bregar el dueño de una tintorería o un bar en su día a día.

Por eso en SARGADELOS (y quien suscribe estas líneas) seguiremos nuestro camino, que pretendemos caracterizado por la vanguardia y las ideas avanzadas. Y no olvidamos que el fundador de la empresa, Raimundo Ibáñez, pionero en la industrialización de Galicia, también fue denostado por las clases influyentes de su tiempo (la nobleza y el clero) quienes, después de tildarlo de "explotador", azuzaron a las turbas para que lo asesinaran y arrastraran por las calles de Ribadeo. Confiemos en que la historia no se repita.

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