Opinión

Las élites extractivas

FORMA PARTE de la condición humana rehuir el trabajo y procurar ir pasando la vida de la mejor forma posible. Noción, esta última, siempre interpretable, dependiendo de la cultura o civilización en la que hayamos sido educados y aprendido los principios y reglas que nos permitirán integrarnos en la sociedad. No es lo mismo la idea de bienestar y comodidad que tiene un bantú que la idealizada por un occidental. Y escribo idealizada, conscientemente, porque en nuestras sofisticadas y estructuradas sociedades con frecuencia se valora más la apariencia que la realidad. Es común ver a congéneres nuestros, ambiciosos, atribulados y cansados, pero satisfechos de la imagen que irradian de su vida, aparentemente triunfante. Es la presión social y el ‘qué dirán’ lo que les impide reconducir su existencia. Y el trabajo y la renuncia a comodidades y parabienes que implicaría su integración en una realidad sin privilegios.

Los que integramos esas castas o clases sociales podríamos dividirnos en dos grupos: jefes o capitanes de empresa y cargos públicos sostenidos por el erario estatal (colectivo, este último, en donde también hay que contar a los funcionarios y representantes de instituciones que, por su arraigo social —las religiones—, viven tutelados y costeados por la autoridad gubernativa). Todos esos partícipes, aunque no lo sepamos o no lo interioricemos, vivimos con más confort del que disfruta la mayoría de la ciudadanía y somos especialmente hábiles en publicitar y valorar nuestro quehacer como algo imprescindible y de gran dificultad.

He asistido a innumerables sobremesas en donde algún gobernante, cirujano, juez o catedrático se asombraba de lo abultado de la factura de una reparación, casi envidiando el oficio del operario; y cuando algún contertulio (cassiempre yo) le advertía de lo fácil que le sería cambiar de profesión (si tan ventajosa le parecía), salirse por la tangente elucubrando sobre los años de estudio o la responsabilidad de su cometido. Como si el oficio de los trabajadores no requiriese preparación y compromiso. Por no citar las jubilaciones: no conozco albañiles, carniceros, soldadores o conductores de autobús que ansíen prolongar su vida activa. Sus oficios cansan y avejentan. Sin embargo, es habitual celebrar la vitalidad y voluntad de servicio de los titulados superiores, gobernantes o patrones de empresa que aplazan su jubilación sine die. Querría yo verlos de mineros.

Pero no se me interprete mal; por mi biografía, soy burgués, adinerado y persona de orden. Lo cual no me impide examinar la realidad y analizar los comportamientos del animal humano. Y no vamos bien. La clase política, escudada en la democracia, ha acaparado demasiado poder y en connivencia con el poder económico (‘las puertas giratorias’) pretende, desde las instituciones, controlar la vida de las personas hasta en los últimos detalles. Nunca se ha legislado tanto. Nunca se han cobrado tantos impuestos. Nunca ha habido tanto funcionario público. Por eso, desde hace tiempo, el sistema chirría. Y debemos regenerarlo. Es la hora de acometer una desamortización de bienes públicos (y de grandes empresas privadas) en beneficio de la colectividad. El problema radica en que las sociedades occidentales han acaparado tanta riqueza que, quien más, quien menos, disfruta de una cierta cuota de privilegio e injusticia. Es decir, se ‘socializó’ el capitalismo, y casi todos chapoteamos en una lucha por el poder y un afán por la prebenda o la sinecura, en donde la ideología y la integridad tienen difícil acomodo.

Pero la fiesta se acabó: los estados están en bancarrota, las empresas endeudadas, las clases dirigentes, ajenas al incipiente malestar generalizado, continúan con sus intrigas palaciegas; y el pueblo, atemorizado y perplejo, ya no atisba un futuro prometedor.

Factores, todos ellos, que bien aderezados son el origen de las revoluciones que, como las pandemias, cada cierto tiempo purgan las sociedades para cambiar o al menos renovar los comportamientos sociales anquilosados y anclados en la defensa de derechos o privilegios de clase.

Obviamente estos cambios sociales no ocurren de la noche a la mañana, pero la incubadora ya está funcionando, y las nuevas generaciones deben prepararse para un nuevo orden social con un cambio de paradigmas.

¿Y las élites extractivas o clases dirigentes? Esas, mientras que el hombre sea humano y precise de organización y dirección social, nunca desaparecerán. A lo que debemos aspirar es a que no sean muy numerosas, a que no se eternicen en el poder y a que sean responsables con su función social.

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