Opinión

El culto al Estado

Los que creemos en la libertad y preferimos el riesgo y la aventura al sometimiento estatal asistimos perplejos a este 'arresto domiciliario'

DEFIENDEN LA inmensa mayoría de los ‘cultos y/o estudiados’ del planeta que el Estado, un Estado, es indispensable para organizar políticamente las comunidades humanas. Y tienen razón. Cualquier grupo humano que ocupe un territorio y pretenda consolidarse debe asumir unas normas o reglas, y por lo tanto una estructura de poder con capacidad coercitiva para su imposición, de tal forma que la implantación de esas pautas impida la anarquía y el caos.

Pero la pulsión por el poder y la jactancia (que son inherentes al género humano) provoca que no siempre los gobernantes sean conscientes de su ignorancia e incapacidad y fomenta la intromisión y prevalencia del Estado en todos los ámbitos de la vida social. Y son precisamente esos mismos gobernantes los administradores del Estado; por eso en algunos idiomas Estado y Gobierno son expresiones sinónimas. Esos representantes del Estado son las autoridades que legislan, ejecutan y juzgan; teóricamente en nombre del pueblo e, idealmente, siempre a favor del pueblo. 

Se autodenominan «servidores públicos», y desde la Segunda Guerra Mundial han generado una burocracia y una elefantiásica estructura funcionarial ajena a los criterios de eficacia,  rentabilidad y ahorro, pero que usufructúan los bienes públicos generando todo un sistema legislativo y coercitivo en favor, sobre todo, de sus intereses de clase o casta. Podríamos hablar de una «dictadura del funcionariado» que ha convertido al Estado en rehén de sus intereses y a los ciudadanos autónomos y clases trabajadoras en atemorizados contribuyentes de su privilegiado estatus.  

De tal forma nos hemos acostumbrado a la omnipresencia de ese Estado intervencionista que el individuo ante la mínima dificultad o desasosiego solicita su amparo y disculpa sus excesos, arbitrariedades y errores. Olvidando que las decisiones de ese providencial Estado son tomadas por personas como nosotros, o, incluso, más torpes, pero imbuidas de una autoridad escudada en lo que ellos llaman «el imperio de la ley».

No debe, pues, de extrañarnos que ante una calamidad como la plaga que nos asola la ciudadanía olvide su libre albedrío para encomendarse a la tutela y abrigo del Estado. Confiando en que su manto protector es ilimitado y en que sus decisiones son sabias. Y no es así. El Estado es una estructura de poder que, con el paso de los años, ha generado disfunciones y atrofias que encarecen y deterioran su lento funcionamiento. Pero también el pueblo soberano se ha acomodado a delegar su responsabilidad y sus obligaciones en unos dirigentes, con frecuencia, escasos de cualificación; y exige respuestas y soluciones rápidas a problemas de gran complejidad. 

Es posible que esta pandemia nos muestre, en toda su crudeza y magnitud, tales deficiencias: ¿era necesario un confinamiento tan estricto?, ¿se han respetado los derechos individuales?, ¿es cierto que nuestro carísimo sistema sanitario era excelente?, ¿se han tomado acertadas medidas económicas?, ¿se ha contado la verdad a la ciudadanía?, ¿nadie sabía lo que ocurría en las residencias de ancianos? Preguntas que tardaremos años en contestar, pero, entre tanto, el Gobierno aprovechará el desgraciado virus para incrementar la vigilancia y el control estatal de nuestras vidas y movimientos. De la misma forma que la estatalización de la iniciativa privada económica será un hecho: pocas serán las empresas que revoquen el obligado cierre sin ayuda o apoyo estatal. 

Es lamentable que, en plena era cibernética, lo se les ocurre a las autoridades estatales es que nos aislemos y nos lavemos las manos

Los que creemos en la libertad y preferimos el riesgo y la aventura al sometimiento estatal asistimos perplejos a este ‘arresto domiciliario’ y cierre de la actividad económica.  Aseguran que como defensa de un supuesto contagio masivo que otros, sin embargo, consideran imprescindible para doblegar la desgraciada pandemia. Pero tan drásticas medidas acarrearán funestas consecuencias (es como si la autoridad decidiese prohibir los vehículos porque generan accidentes que provocan víctimas). Y, con mucho más motivo, cuando ni los que se denominan expertos saben si tan radicales medidas son las más convenientes ni si serán suficientes.

Es lamentable que, en plena era cibernética, lo que se les ocurre a las autoridades estatales es que nos aislemos y que lavemos las manos, lo mismo que se recomendaba en la Edad Media. Ahora, en su apresurada e improvisada búsqueda de soluciones, dicen también que van a obligar a usar mascarilla, pero no todas cumplen la misión precisa para esta infección, ni su uso y duración está estandarizado. 

Quizás lo que pretendan no sea vencer a la epidemia (que, por ahora, no saben), sino despojarnos de la individualidad de nuestros rasgos faciales como metáfora del omnímodo poder del Estado. En fin, es posible que este virus acabe siendo más letal para la libertad que para la vida.

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