Opinión

Tema tabú

La primera vez que un chaval me llamó señora pensé que iba por otra. No me di por aludida, solo ante su insistencia —quería preguntarme algo— caí en la cuenta de que la señora no era otra que yo.  

Fue un duro golpe a mi autoestima, no voy a negarlo. Me acuerdo que miré a derecha e izquierda, pero allí no había salvo una horda de jóvenes de hormonas alborotadas propias de la adolescencia que salían del Masculino y el Femenino a la hora del recreo.

Me pareció una ofensa, que a mis cuarenta y tantos bien llevados —eso creía yo— me confundiesen con una señora, que para mí es sinónimo de persona mayor.

Ese fue el primer toque de atención, pero no el último del paso inexorable del tiempo. En mi mente, donde proyecto una imagen de mi persona más benevolente de la que refleja el espejo, y, sobre todo, mi mentalidad se corresponden con el de una de treinta, siendo muy generosa.

Sí, dirán: «Ya le vale». Pero para mí la edad más que una dictadura biológica es una cuestión mental.  Hay personas que a los 20 años son viejunos, en su forma de vestir y pensar, y otros con 70 son pura vitalidad y modernidad.
También están los que llevan tan mal cumplir años que su edad es un secreto de Estado: ni se les ocurre mentarles cuántos tienen. Evidentemente, no son 18, ni 20, ni 30. Para ell@s, a partir de los 40, los cumpleaños se llenan de puntos suspensivos.

Son los Dorian Gray del siglo XXI, que luchan con todas las armas a su alcance —bótox, gimnasio, dietas...— contra el paso del tiempo al igual que Don Quijote combatía con las aspas de los molinos. 

En las antípodas: los adolescentes, empeñados en aparentar más. Quieren abandonar a toda costa esa infancia que se ha convertido en una losa: sus cuerpos, sus voces y sus gustos están en continua transformación. Son, en la mayoría de los casos, un auténtico Expediente X.