Opinión

Pecados reales

Juan Carlos se ha marchado, de momento. Para alivio de su hijo, Felipe VI, su sucesor y hombre que soporta el peso de mantener una institución anacrónica en un país que quizás también lo sea en muchos sentidos.

No seré yo quien diga que la monarquía no ha traído beneficios a este país, o que el Rey emérito no prestó unos grandes servicios al Estado. Creo, sinceramente, que sí lo ha hecho en momento muy complicados. Conozco, como todos, los rumores que lo sitúan en el fallido golpe de Estado de Tejero, pero lo determinante para la Historia siempre es lo que ocurrió —condenarlo— y no lo que pudo haber sucedido.

Pero, no nos engañemos, la perdición de Don Juan Carlos fue la avaricia. Él, segurísimo, jamás pensó que eso le iba a costar el trono y mucho menos la residencia en España.

De las amantes, compañeras, concubinas o como quieran llamarlo, mejor no hablamos. Todos sabemos que las tenía, desde Bárbara Rey a Marta Gayá, pero lo vemos como algo normal.

Ese fue su problema: aceptar la normalidad de algo que no lo es. No lo es tener a la belleza alemana en terrenos de Zarzuela —a la vista de toda la Familia Real y oculta de los súbditos— ni regalarle 65 millones, que después no le quiso devolver. Tontos, sí, pero sin pasarse.

Por eso está demás la chulería —a mi entender— sobre si iba a dar explicaciones: «¿De qué?».

Pues, hombre, de qué va a ser:  del dinero. La inviolabilidad lo protege de ser enjuiciado, pero una disculpa nunca está de más. Y sino que aprenda de Isabel II, jefa de Estado de Reino Unido, Canadá o Australia, que sabe latín de escándalos y escarnio. Y, sin embargo, los británicos la adoran.

Don Juan Carlos recibió el cariño popular —eso no se puede negar— en Sanxenxo, pero metió en un berenjenal a su hijo. Quizá debería hacer como el Papa emérito, que está pero no molesta.

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