Opinión

Melodramas de Estado

Nada hacía presagiar aquel 15 de octubre de 2005 el infausto final. Parecían, y seguramente lo eran en aquel momento, una pareja ideal: altos, rubios, guapos y bien avenidos. Un matrimonio de cuento. Los duques de Palma lucían radiantes en la noche del Planeta en Barcelona ante la crème de la crème de la sociedad catalana y del periodismo de toda España.

Desde lejos contemplé la escena  de los Ken y Barbie de la monarquía española. Eran cuquis, no como Elena —tan Borbona y castiza— y el aristócrata rancio Jaime de Marichalar, al que eclipsó en sus inicios.

A la vuelta de la esquina les esperaba el caso Noos, aunque se creían a salvo de tales males. El pasillo de la vergüenza en Palma fue el preludio de un juicio que condenó al exduque a prisión. A Brieva, una cárcel de mujeres para velar por su seguridad.

En aquel momento muchos esperaron un "cese temporal de la convivencia". Fue en vano, la infanta Cristina aguantó contra viento y marea, incluso soportó estoicamente y con buena letra los correos electrónicos calentorros que su marido había escrito a otra mujer. Todo por amor a Txiki, aquel exjugador de balonmano reconvertido en empresario de postín.

Pero un día Iñaki la traicionó, como antes había hecho con su novia Carme Camí, la gerundense con la que llevaba cuatro años de relación —vivían juntos y compartían cuenta en el banco— y que se enteró de que su novio se había prometido con otra por la tele.

Eso no se hace. Ser infiel es una jodienda (nunca mejor dicho), pero encima sufrir el escarnio público de que te pongan los cuernos delante de toda España no se lo deseo ni a mi mayor enemigo. Seguramente más de un@ de los que están leyendo estas líneas estarán pensando: "Si tú supieras".

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