¿Se imaginan un mundo sin fútbol, ese opio para el pueblo? Durante la cuarentena quedó demostrado que los españoles echaban de menos —amén de la libertad de entrar y salir a su antojo— tres cosas: los bares, el fútbol y las fiestas.
Sí, el fútbol, ese deporte que despierta pasiones, en la misma medida que fobias. Les guste o no, en una cosa coincidiremos: no hay mayor emoción que unos penaltis.
¿O no se acuerdan de Djukic? Era el 14 de mayo de 1994 y el Dépor iba a ser campeón de Liga, pero la bola no entró. Donato no estaba y Bebeto no se atrevió. Solo Djukic, el antihéroe de esta historia, dio un paso al frente camino de escribir uno de los capítulos más evocados del fútbol.
Todavía lo recuerdo como si fuese ayer. Por aquel entonces yo vivía en Madrid, donde estudiaba, y los gallegos estábamos desatados —menos los del Celta, claro—. Había ilusión, y no contemplábamos otro escenario que la victoria. Pero cuando el árbitro pitó el final del partido, no quedó nada, salvo la soledad de la derrota.
El fútbol, tendemos a olvidarlo, no solo es gloria y épica, también es drama. De hecho, en un partido suelen coincidir ambas cosas.
¿O no se acuerdan de la final del Mundial de Estados Unidos 94 entre Italia y Brasil? Ese Roberto Baggio cabizbajo y destrozado tras fallar el penalti que le dio la Copa del Mundo al Brasil de Romario.
¿Y qué decir del Mundial que ganó España? Casillas, con sus inconmensurables paradas en la tanda de penaltis, abrió, en cuartos ante Paraguay, el camino para los triunfos frente a Alemania (gol de Puyol) y, sobre todo, ante Holanda, como inmortalizó Camacho al desgarrador grito de "¡¡Iniesta de mi vida!".
Cuatro palabras que definen el paroxismo en el que entró el país. Fue una catarsis colectiva. ¿Acaso no se acuerdan dónde estaban y con quién? Pues, claro que sí.
A falta de que se repita siempre nos queda la Champions o la Liga, que ya tiene dueño: el Madrid.