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Maravillas

El sábado vimos una jugada excepcional en un campo al que cada día es más difícil llegar

BALAÍDOS FUE el primer estadio de Primera División en el que entré para ver un partido de fútbol. Antes había visitado el Camp Nou e incluso había presenciado algún entrenamiento de aquel Barça en el que todavía jugaba Schuster. Fue una de las ventajas de pasar los primeros años de vida en Andorra. Era entonces un tierno infante. Un alumno de la EGB que viajó a Vigo, acompañado por su padre, como parte de un desplazamiento en grupo organizado por la Peña Celtista de Vilalba. Poco recuerdo de aquel encuentro. Solo sé que era un choque trascendental para conseguir un ascenso que, finalmente, acabó por materializarse. Pasados los años, se mantienen nítidas en mi memoria algunas imágenes de aquel viaje. Casi ninguna del juego exhibido por los equipos sobre el césped del campo olívico. Sí tengo todavía presente el ambiente en las gradas, con los gritos y los cánticos de los aficionados, muy impresionante cuando lo escuchas y lo sientes por primera vez. También las desavenencias con un grupo de chavales del colegio de Román, aunque al final del día acabamos por hacernos amigos, o lo extraordinaria que nos pareció a casi todos la playa de Samil. Una auténtica maravilla a ojos de unos niños de interior que, como mucho, disfrutaban del mar unos cuantos fines de semana al año, casi siempre como domingueros. Desplazamientos fugaces de táper, cámping gas y horas de espera para hacer la digestión. Al final, siempre regresabas a casa con la sensación de que el día había transcurrido demasiado rápido. Intenso, pero lamentablemente efímero.

Pasó mucho tiempo antes de que se presentase la oportunidad para ver otro partido en un campo de Primera. El siguiente fue en Riazor, en enero de 2010. Ya como persona adulta. Un tipo hecho y derecho, con treinta y un tacos cumplidos. También en esta ocasión fue mi padre quien me acompañó. Ya le habían diagnosticado el cáncer que acabó con su vida un par de años después. Venía el Madrid y, en aquel momento, se me ocurrió que una pequeña excursión para ver en directo a los capitalinos contra el Deportivo podría ayudarle a levantar el ánimo. Compré las entradas por Internet y allá nos fuimos. Bien abrigados, con un par de botellas de agua y dos bocadillos de tamaño industrial en la mochila. El estadio estaba prácticamente lleno y el encuentro fue disputado e intenso, con victoria final para los de Pellegrini. Los merengues rompieron una maldición que se había prolongado durante dos décadas. Llevaban 19 años sin ganar en el feudo herculino. Con todo, al final de los noventa minutos y en los días posteriores, los comentarios de propios y ajenos se centraron en una jugada concreta. Un contragolpe fulgurante, un balón que llega a los pies de Guti y el de Torrejón se queda solo en un mano a mano con el portero. En vez de chutar a portería, sin mirar hacia atrás se la deja de tacón a su compañero Benzema, que solo tiene que empujarla a puerta vacía. Una maravilla. Un recuerdo imborrable para los que tuvimos ocasión de presenciarla en directo. En mi caso concreto, también por el significado de la compañía, pero esa es otra historia.

Es muy interesante comprobar como nuestro cerebro realiza determinadas asociaciones de ideas de forma autónoma, por su cuenta y riesgo. El pasado sábado, en otro estadio que aspira a ser algún día de Primera División, me vino a la cabeza aquel frío día de enero, aquel pase de tacón y el posterior tanto de un delantero intermitente. Fue pocos minutos después de que el portero del Club Deportivo Lugo le clavase un gol al Sporting de Gijón con un zapatazo desde 65 metros. Desde su casa. Una maravilla más. Tras saltar, berrear, aplaudir, abrazarme a mis compañeros y fundirme con la alegría de la grada de general, recordé el taconazo de Guti. Seguramente, fui consciente, sin llegar a serlo, de que había tenido la fortuna de ver en directo otra de esas jugadas que queda grabada en la memoria individual y colectiva de los aficionados al balompié. No se hablaba de otra cosa a la salida del campo. Las redes sociales hervían. Los principales diarios deportivos reproducían el cañonazo y no dudaban en calificarlo como uno de los pepinos del año. Lo será, sin duda. No se ven cosas así todos los días. A los miles de asturianos que se desplazaron en masa para apoyar a su equipo les quedó dibujada en el rostro una expresión de asombro. "El putu porteru. Nos la clavó el putu porteru”, se lamentaba a viva voz uno de los damnificados.

Con la euforia de la victoria y el gusto en el paladar de quien ha saboreado algo exquisito, hicimos el camino de regreso a casa. A pie, como es habitual. Bajamos por un sendero de cabras y pasamos por el túnel que hay debajo de la Nacional VI para llegar a la Calzada da Ponte. Íbamos charlando y estaba oscuro. Cuando llegué a casa, me percaté de que traía las botas llenas de barro pegado y el pantalón manchado hasta media pernera. Cualquier otro día me hubiese enfadado mucho. No fue el caso. Hay alegrías que ni siquiera pueden empañar los cuidados accesos que tenemos al Anxo Carro. Otra maravilla,

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