Opinión

Es la Ora

A ESTAS alturas, después de varios meses sin un sistema que garantice la rotación de vehículos en las plazas de aparcamiento del centro, ya se puede decir que la inmensa mayoría de los conductores somos absolutamente incapaces de administrar el desahogo que supuso vernos libres de parquímetros y del exceso de celo de algunos vigilantes que, por iniciativa propia o para satisfacer la voracidad de la empresa que les pagaba la nómina, llegaron a pasarse tres pueblos con los sufridos administrados. Reconozco en cualquier caso que en este asunto ni soy, ni pretendo serlo, imparcial. 

Esta misma semana me recordaron desde la Unidad de Sanciones que aún tengo pendiente el pago de un par de multas por no haber sido lo suficientemente rápido a la hora de renovar el tique. Ambas me resultaron en su día especialmente dolorosas. La concesionaria ya tenía suspendido el contrato por mandato judicial y, en las dos ocasiones, servidor estaba haciendo guardia a las puertas de los Juzgados, seguramente por algún asunto de la Pokemon. Por hacer memoria, esa operación judicial que investiga, entre otros fraudes y delitos, los supuestos sobornos que la filial del grupo Vendex habría pagado a algún político del Ayuntamiento para seguir recaudando con la zona azul. Si finalmente se demuestra que eso era así, no hace falta tener mucha imaginación para adivinar de dónde procedía el dinero de las mordidas. Con qué pasta se pagaban algunas buenas botellas de vino. El asunto está recubierto de una ironía tan fina que uno ya no sabe si reír o llorar. En el fondo, da lo mismo. Toca pasar por taquilla. 

El caso es que, después de varias semanas con los parquímetros precintados, ha quedado demostrado que a los ciudadanos, en determinados asuntos, hay que pastorearnos como a las ovejas. Cuando se trata de administrar nuestra propia libertad, sobre todo en el uso de los espacios públicos, está claro que, en general, no somos ni responsables ni mucho menos solidarios. En algunas calles próximas al centro, cuando los vigilantes de la Ora estaban ojo avizor, siempre había plazas libres para dejar el coche. Aparcar ahora en Ramón Ferreiro, en la calle Galicia, en la Plaza de Bretaña, en las inmediaciones de Parque de Rosalía, en el entorno de la calle Dinán o en los aledaños de la estación de autobuses es prácticamente imposible a determinadas horas. Algo falla, es evidente. Para desgracia de concesionarios y negocios de compraventa, los vehículos no se han multiplicado en dos meses. Sin gendarmes, todo el monte es orégano. El que encuentra sitio, deja allí su montura, y punto. El tiempo que le salga de las narices. El que venga detrás que se busque la vida. Que se joda, por decirlo en plata. 

Está claro que un sistema que provoque la rotación de vehículos en las plazas de aparcamiento es necesario. Hay varias formas de habilitarlo. La oposición se ha puesto de acuerdo para que sea gratuito y gestionado directamente por el Ayuntamiento. Los argumentos que ha dado en contra el gobierno de Lara Méndez son, salvo que haga pedagogía y los explique algo mejor, bastante pobres. Si el modelo sigue siendo de pago, decir que no es asumible casi parece ridículo, cuando hasta ahora generaba dinero suficiente para dar sustanciosos beneficios a una empresa privada después de pagar el canon municipal. Por otra parte, si finalmente resulta que es de balde, una Administración local que presume de su buena salud económica no debería tener demasiados problemas para cubrir ese agujero en sus cuentas. 

Acusar a la oposición de dejar en la calle a los trabajadores tampoco es honesto. Es lamentable que la gente se quede en el paro. En Lugo hay más de veinte mil personas sin empleo. Si es posible, hay que buscarles una salida, pero la realidad es que son asalariados de una concesionaria que ya no tiene contrato con el Ayuntamiento. No se trata de dejarlos tirados, pero ni su situación personal ni los intereses de ninguna empresa pueden definir el modelo de una ciudad en la que casi vivimos cien mil almas. Gobernar tiene sus peajes. 

En mis años de la EGB comía en el comedor escolar. Dos cocineros se encargaban de preparar los menús para unos doscientos niños. Eran los propios alumnos de los cursos superiores los que se ocupaban de servir a sus compañeros. A nadie se le caían los anillos. Además, había premio. Doble o triple ración de postre cuando acabábamos el trabajo. Todo funcionaba como la seda. La comida era rica y variada. Los productos eran de calidad. No hubo jamás ningún tipo de problema. Por qué ha cambiado el modelo. Cuál es el beneficio.

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