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El mirlo

ANDAN LOS partidos a la búsqueda de mirlos blancos para encabezar las listas que presentarán a las elecciones municipales del próximo año. En algunos casos, el cabeza de cartel está muy claro, pero una candidatura no se limita únicamente al tirón que pueda ejercer el número uno. Seguramente, nada garantiza el éxito electoral, pero la presencia de individuos reconocidos y apreciados por sus vecinos en la propuesta que las formaciones políticas le formulan a la ciudadanía ayuda, sin lugar a dudas, a realizar al menos un papel honroso en los comicios locales. Hay quien dice que en las municipales se vota mucho a la persona. Puede ser. En todo caso, también tengo claro y la experiencia así lo demuestra, que hay gente que no concibe meter en el sobre una papeleta que no sea la de los suyos, sea cuál sea el apellido que los represente en una u otra convocatoria. Les da igual que el alcalde sea un vago, un caradura o un tipo manifiestamente incapaz. Muchas veces, la voluntad también se doblega a través de una red de clientelismo o de prácticas caciquiles que nunca han sido desterradas. Por desgracia, casi ninguna organización se libra de la tentación de recurrir a ese tipo de maniobras cuando realmente toca poder. La que esté libre de pecado que tire la primera piedra, pero que no lo haga con el viento en contra. En una ocasión, en su caso en referencia al Partido Popular, el presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, vino a decir que podría presentar como candidato al Senado a una «vaca» pinta, porque probablemente el resultado no sería muy diferente al cosechado entonces por Luis Bárcenas en esa Comunidad. Quién sabe.

Para presentar al mejor candidato posible, los partidos deberían buscar a personas honestas. Individuos que estén dispuestos a meterse en política para servir la gente de sus pueblos como alcaldes o concejales a cambio de un salario justo. Un sueldo que, por supuesto, no tiene que ser raquítico, sino acorde a la responsabilidad que asume y al currículo que presenta para hacerse cargo de la misma. Se pueden perdonar ciertas veleidades e incluso que tiendan a rodearse de personal de su confianza. Es algo que se da por descontado.

No es admisible, en cambio, que trinquen descaradamente de la hucha común, abusen de las prebendas del cargo o acaben por convertir la sede de la institución en la que gobiernan en una oficina céntrica para amarrar sus negocios o tapar sus chanchullos. En algunos casos, hay prácticas que, amparadas por los entresijos de una burocracia lenta y llena de rincones oscuros, no llegan a ser ilegales. Son, en todo caso, profundamente injustas e inmorales.

Es importante que al frente de los ayuntamientos haya tipos y tipas inteligentes, no solo listos o listillos. Personas con ideas y capacidad para llevarlas a cabo. Alcaldes que piensen en el día a día, en el presente de sus vecinos, pero también en el bienestar del futuro. Aunque sea mucho pedir, no estaría de más que fuese gente preparada, cultivada intelectualmente y, por lo tanto, capaz de transmitir una imagen de solvencia y liderazgo que se proyecte dentro y fuera de la institución. También personas humildes, lo suficientemente sensatas para reconocer que uno no puede saber de todo ni tiene el don de la ubicuidad. Para tener el pensamiento preclaro de que hay que rodearse siempre de buenos colaboradores, de concejales y de técnicos que destaquen por sus conocimientos, su iniciativa y su dedicación. Y, por su supuesto, para estar dispuesto a escucharlos y aceptar planteamientos que, muchas veces, colisionarán con los prejuicios propios, los intereses particulares y los de partido. El ruido de palmas que hacen los pelotas y paniaguados solo sirve para ensordecer al que manda y acallar el murmullo de las críticas, pero nunca resuelve problemas.

Puestos a pedir, el alcalde ideal también debe ser tolerante. Escuchar a los demás y respetar su forma de pensar. Por supuesto, educado. No es una cuestión menor. Representa a todos los vecinos de un Ayuntamiento y, por lo tanto, su imagen es muchas veces la que trasciende de su pueblo. Si los modales son importantes en cualquier persona, mucho más en aquellos que tienen la responsabilidad de encabezar una institución pública. Perder las formas, ser autoritario, altanero o incluso grosero no puede asociarse a un carácter fuerte. Comportamientos de ese tipo son más bien un claro ejemplo de mala educación. Algo imperdonable, a mi juicio, para un cargo electo.La fortaleza de carácter se  demuestra, en cambio, en otras situaciones, porque un alcalde debe ser valiente. Su obligación es defender los intereses de sus vecinos y, llegado el caso, enseñar los dientes a quienes perjudiquen el provecho de su municipio, aunque los responsables de esas decisiones sean de un color político similar o se sienten a la misma mesa en las comidas de partido.

Es difícil encontrar un mirlo con las alas tan blancas y el pico tan colorado. Estoy dispuesto a votar por alguien así. En serio. Me da igual que sea hombre o mujer, la edad e incluso el partido en el que milite.

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