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Un rebelde sin causa

QUIZÁS LES pueda parecer un tanto extraño esto que voy a contar pero en mi pueblo, ese legendario Campelo del que todo el mundo ha oído hablar alguna vez en su vida aunque fuese por las malas, hubo un tiempo en que para ser considerado un rebelde era necesario hacer cosas que el resto de la humanidad entendía aconsejables y altamente beneficiosas como sentarse en la plaza de la iglesia a leer un libro, practicar cualquier deporte distinto del fútbol o escaparse a Pontevedra para disfrutar de una película de estreno en uno de los muchos cines que por entonces poblaban la ciudad del Lérez, una especie de Perpiñán moderno pero con acento de aquí y al otro lado del puente de A Barca. 

Para disgusto de mi familia, a mí se me descubrieron las hechuras desde muy tierna edad y a los diez u once años ya me vi envuelto en la primera polémica de barrio sin apenas darme cuenta de lo qué pasaba. Un día apareció una vecina por casa para quejarse amargamente a mi madre por lo que ella consideraba una más que alarmante y desnortada actitud. Al parecer, había descubierto una hoja de libreta en la que yo había escrito un pequeño poema dedicado a una de sus hijas, una cosa muy liviana y carente del más mínimo contenido sexual lo que, bien pensado, pudo ser el motivo principal de tanta alarma. “"Ya sabes que a mí no me gusta hablar mal de los hijos de los demás, cada uno los cría como sabe o como puede”", dijo llevándose una mano al pecho y cerrando los ojos, aparentemente afectada, "“pero me parece que ese chaval tuyo es un rebelde. Deberías vigilarlo”". 

Con el paso de los años, se fue agrandando una leyenda de la que yo no era realmente consciente pero que traía a mis padres por la calle de la amargura. Mientras mis compañeros de pupitre y banco en la iglesia se dedicaban al marisqueo furtivo para comprarse una Vespino, un vídeo VHS o su primera micra de heroína, yo me empeñaba en pedir que se me regalasen libros, cómics, blocs de dibujo y otros pasatiempos semejantes con los que toreaba las horas muertas, tumbado en la cama. “"Si tuvieses las piernas en la espalda estarías todo el día de pie”", decía mi padre muy indignado cada vez me encontraba desparramado entre las sábanas, con la cabeza en otros mundos que nada tenían que ver con la cruda realidad. 

Entonces llegaron los años del bachillerato y la universidad, el punto álgido de las habladurías y las sospechas sobre un estilo de vida que nadie llegaba a comprender. Había estallado el boom de la construcción y cualquier hijo de vecino con dos manos y dos ojos se ganaba un señor dinero rozando ladrillo o carreteando cemento mientras yo me empeñaba en seguir estudiando a costa del erario familiar. Desesperados, mis padres decidieron buscar ayuda profesional así que me buscaron un buen psicólogo y, al menos durante un año, todos los jueves por la tarde me pasaba por su consulta para tumbarme en un diván y hablar sobre mis motivaciones y aspiraciones en la vida. “"Al chaval no le pasa nada grave"”, concluyó el terapeuta mientras introducía sus datos en la abultada factura, “"esto se le cura con la edad y el primer empleo"”. 

Como ya les conté una vez, empleos tuve muchos y en ninguno me fue del todo bien así que terminé con mis huesos tras la barra del bar, sirviendo vinos generosos y discutiendo de fútbol con clientes de toda la vida a los que alguna vez sorprendía mirándome con cierto orgullo y satisfacción cuando me daba la vuelta, con la tapa correspondiente en la mano. "“Por fin has sentado la cabeza"”, me decían mientras levantaban la taza para solicitar que se la volviese a llenar. Por primera vez en la vida me sentí respetado, aceptado entre vecinos y familia como un elemento válido para la comunidad, un hombre hecho y derecho como el de la canción de Rosendo Mercado. Y así fue hasta que un día, sin dar demasiadas explicaciones, colgué el mandil y me propuse ser escritor. 

La semana pasada, de visita a los orígenes, me topé con aquella vecina que dio la primera voz de alarma en casa tras leer el poema que había dedicado a su hija. Me preguntó a qué me dedicaba así que le conté lo de mis artículos para Diario de Pontevedra y El País, mientras ella me miraba con una pena enorme dibujada en la cara y cabeceaba sin dar crédito a lo que estaba escuchando. "“¡Con lo bien que podías vivir atendiendo el bar, almiña!”, me cortó secamente. “"Siempre fuiste un poco rebelde pero nunca pensé que sería capaz de dar semejante disgusto a tus padres… ¡Mira que meterte a periodista!”". Luego se persignó, me estampó un beso en la frente como el que se les da a los difuntos antes de cerrar la caja y se fue a misa de ocho, como todavía es costumbre en el pueblo. Desde entonces no dejo de pensar en cuánta razón habita, a menudo, en la sinrazón de los pueblos. Y es que mira que meterme a periodista… ¿En qué carajo estaría yo pensando?

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