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Luctor et emergo

PARECE QUE fue ayer cuando mis padres me comunicaron que para mí se había terminado la enseñanza pública y que, en unos días, me presentaría a una prueba de aptitud que debía abrirme de par en par las puertas de uno los centros escolares privados más prestigiosos de la provincia: el San Narciso de Marín. Al principio me sonó a amenaza vacía, una de tantas que mi madre soltaba por la boca cuando se le agotaba la paciencia, así que no fue consciente de la gravedad del asunto hasta que una mañana me peinaron con raya ejecutiva, me vistieron con la ropa de los domingos y me subieron en el coche rumbo al otro lado de la Ría, sin posibilidad de réplica.

Al llegar a destino, mi primera impresión no pudo ser más espantosa. El colegio, situado en un alto desde el que casi podía ver a mi tía Lola regando las lechugas en la huerta de casa, estaba rodeado por muros de hormigón coronados por una alambrada como las que se estilaban en las películas de nazis y junto a la puerta de entrada se alzaba una sombría garita de vigilancia, aunque para mi tranquilidad no divisé a ningún guardia armado ni tampoco perros inspeccionando los vehículos. Una vez dentro, observé espantado el aspecto carcelario de los diferentes edificios en los que, supuse, se afinaba a los alumnos según la gravedad de sus delitos. Con semejante perspectiva, decidí que lo mejor era asegurar el tiro y espantar a los responsables del centro con un examen digno de una oveja sin aspiraciones académicas: escribí mi nombre con varias y llamativas faltas de ortografía, ventilé los problemas matemáticos como quien cubre una quiniela, a boleo, y me reservé lo mejor para las preguntas de cultura general, donde reinventé Estocolmo como la capital de Francia y a Don Miguel de Cervantes como delantero centro con poco gol del Real Madrid. Con solo tres plazas en liza para los más de cuarenta candidatos presentes, apenas quedaba esperar la buena noticia de mi alarmante incapacidad intelectual pero algo salió mal y, a mediados de Septiembre, infelizmente matriculado, ya estaba cruzando de vuelta aquellos muros.

A pesar de las reticencias iniciales, lo cierto es que fueron tiempos felices, quizás los mejores de mi vida. Cuando uno se acostumbraba al aspecto austero del complejo, la cosa no estaba tan mal. En mi corta experiencia estudiantil jamás había visto un colegio con campo de fútbol reglamentario, pista de atletismo, canchas de tenis, baloncesto, voleibol, fútbol sala e incluso un frontón. Los demás alumnos tampoco me parecieron la legión de cerebritos y sátiros que me había imaginado durante el verano e incluso el profesorado se empeñaba en echar por tierra mis peores augurios: alguno me pareció incluso simpático, después de las primeras clases. Por si esto fuera poco, la comida me gustaba más que la de mi casa e incluso había un pequeño bar en el que uno podía tomarse una Coca Cola durante el recreo, lo que me pareció una clara señal de que me encontraba en el lugar adecuado para desarrollarme como persona y futuro tabernero, que es a lo que yo aspiraba por entonces.

La idea de continuar la saga familiar de hosteleros me la quitaron de la cabeza, no sin pocos esfuerzos, a medida que fui acumulando años al amparo de la institución. El Padre Simón, por ejemplo, que fue mi profesor de lengua y literatura durante el bachillerato, aseguraba que, con suerte, terminaría en la cárcel o pidiendo limosna y no se puede decir que anduviese muy desencaminado pues, al fin y al cabo, de eso va hoy en día el oficio de periodista. El Padre Ángel, en cambio, director del centro durante la mayor parte de mi estancia, siempre tuvo algo más de confianza en mis posibilidades y aunque en público me destrozaba con sentencias que prefiero no repetir, en privado me auguraba un futuro supuestamente prometedor aunque nunca supo o no quiso aventurar en qué campo. El Padre Selas, el Padre Richard, Peregrino, Emilio, Ramón, Mari Carmen, Darío, José Manuel... Entre todos fueron construyendo parte de lo que soy hoy día y ya que vivo acorde a la ley, pago mis impuestos cristianamente y nunca me he metido en política, supongo que es de recibo agradecerles la paciencia y el esfuerzo que demostraron con aquel cabestro que se empeñaba en no aprender más que lo justo para aprobar y protestaba por todo como si fuese un pequeño sindicalista.

Si no me falla el latín ni la memoria, lo cual sería casi un milagro a estas alturas, en el escudo del colegio rezaba el lema luctor et emergo, algo así como lucho y me levanto. Veinte años después de haber franqueado aquellos muros por última vez, les puedo asegurar que no hay mañana que no lo recuerde mientras me peleo contra las suaves sábanas que me arrastran al abismo y esa pereza crónica de la que advertían a mis padres todos y cada uno de mis antiguos profesores. Contaba Héctor Veira como en una ocasión, mientras entrenaba al Cádiz Club de Fútbol, se plantó en casa de Mágico González con un grupo local de flamenco al completo para despertarlo. "Me levanto porque me gusta la música", le espetó el genial futbolista salvadoreño. Yo, los días que me levanto de la cama a una hora decente, me digo a mí mismo que es gracias a que estudié en el colegio San Narciso; en algo se me tiene que notar. "¡Luctor et emergo, jodido despertador!".

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