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Héroes

SIMPLISTAS COMO nos hemos vuelto, quienes nos dedicamos a la escritura solemos abusar en exceso de la palabra héroe para adjetivar a cualquier persona con un comportamiento que se sale de la norma. Desde un familiar que nos arregla aquel maldito enchufe de la cocina hasta el goleador de nuestro equipo de fútbol, la palabreja se nos cuela entre los dedos y se desparrama por nuestros teclados a modo de calificativo universal hasta que, de repente, sin esperarlo siquiera, aparece un héroe de verdad y el término recupera su verdadero y esplendoroso significado.

A Ignacio Echeverría, en paz descanse, lo conoce ya medio mundo como el héroe del monopatín y el adjetivo luce como pocas veces hemos visto al amparo de su inspiradora historia. Con una tabla y el arrojo de un titán, decidió Ignacio enfrentarse a las bestias que acuchillaban sin piedad a cuantos transeúntes se cruzaban en ese correcalles absurdo de sangre y muerte perpetrado en Londres. No conocemos demasiados detalles de su acción pero sí los suficientes como para admirarse con la fortaleza mental y humanidad demostradas por este skater titulado en Derecho, religioso, risueño, "el tío favorito de todos sus sobrinos", como lo definió su hermano Joaquín. Mucho me temo que yo no hubiese hecho lo mismo. Sospecho que, en una situación semejante, mi cobardía natural y cierto instinto de supervivencia me habrían aconsejado correr sin mirar atrás, dar la espalda al sufrimiento de mis semejantes, esconderme.

Son los tipos como Ignacio los que nos hacen concebir esperanza en el futuro de la humanidad, por suerte, no absurdos y mediocres pintamonas como yo. Él se ha llevado los merecidos titulares pero, intuyo, no son pocos los que habrían hecho lo mismo en circunstancias parecidas. Reconocerlos se me antoja, ahora, asunto sencillo: seguramente son todos esos con los que usted ha compartido su visión del atentado, durante estos días, y se han quedado callados, incapaces de decir que ellos habrían actuado de igual modo porque los verdaderos héroes no suelen sentir la necesidad de publicitarse ni adelantar acontecimientos. Hace pocas fechas, la tragedia inundó mi pueblo a modo de naufragio. Campelo amaneció golpeado por el hundimiento de un pequeño barco de ardora y el sufrimiento sordo que ese tipo de accidentes conlleva. "Fue un barco a pique. Murieron Coco y Suso, no encuentran a Pacón", decía el escueto mensaje de WhatsApp con el que un amigo me comunicaba la fatal noticia. Al principio parecen solo una serie de palabras escritas sobre una pantalla táctil pero, a medida que lo asimilas, se va convirtiendo en un martillo que te golpea la cabeza con la fuerza de la certeza. De repente, el profundo lamento por los fallecidos y la preocupación por el ausente piden turno en el batiburrillo de sensaciones que te asaltan. Luego se une la añoranza por otras pérdidas anteriores, por otros amigos que se fueron, por vecinos y familiares que nunca regresaron: Balti, Jaime, Pablo, Rubén, Isidoro… Demasiados, ya.

Con el paso de las horas aparece una pequeña luz entre tanta nube negra. No sirve de mucho pero reconforta, de algún modo te ayuda a sobrellevar el drama y mirar al futuro con cierto optimismo. Llueven las primeras noticias confirmadas sobre lo sucedido y te encuentras con un héroe viviendo al lado de tu casa, uno de esos a los que has escrutado mil veces y nunca hubieses imaginado tal cosa. Te cuentan que Carlos, el hijo de uno de los fallecidos, no lo dudó un solo instante y se echó a nadar tratando de alcanzar la costa para solicitar ayuda. Más de una hora cubierta a brazadas y respiraciones agitadas, con los músculos tensándose por el frío y la corriente empujándolo lejos de su objetivo. ¿Cuántas veces hemos llegado a casa, tras una tarde de playa y, a la pregunta de cómo estaba el agua hemos respondido que fría, casi congelada? Eso les puede ayudar a formarse una idea del entorno al que Carlos se enfrentó para tratar de ayudar a los suyos: noche cerrada, viento del norte, golpes de mar que cortan como cuchillos, la ansiedad por el impacto previo y la visión directa del desastre… Un héroe, Carliños; otro más.

Por desgracia, al contrario que en las películas o en los cómics, los héroes de hoy no suelen encontrar satisfacción en sus acciones. Ignacio perdió la vida a manos de un vulgar hijo de puta, ni siquiera frente a un villano digno, como correspondería a comportamiento tan épico. Carlos, por su parte, vive para contarlo pero perdió a su padre y dos compañeros en el envite. Además, en su caso, le quedará el sabor amargo de haber comprobado, por sí mismo, la otra cara de la moneda: la de todos esos que se cruzaron con él, tras alcanzar la playa, y no se atrevieron a detener sus coches y atender sus gritos de auxilio: algunos llevarían prisa, otros tendrían miedo, quién sabe. El comportamiento humano es difícil de juzgar salvo cuando demuestra sus mejores cualidades: ahí sí, todos tenemos claro lo que debemos hacer y corremos ceremoniosos a colgarles de la solapa una medalla que los distinga como héroes. Y bien pensado, empiezo a creer que tampoco la grandilocuencia de semejante adjetivo les hace justicia.

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