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El niño Lobo

"¡Pues menuda democracia ésta en la que unos padres no pueden llamar a sus hijos como les venga en gana!", me decía el otro día un amigo a cuenta de la polémica suscitada por un funcionario del registro civil de Fuenlabrada que se negó a inscribir a un pequeño ciudadano con el nombre de Lobo. Lejos de agradecer a tan imaginativos padres su aportación a la maltrecha demografía nacional, el burócrata prefirió ponerse tiquismiquis con el reglamento y es probable que, de haber nacido el niño en Galicia, hubiese impugnado incluso la caja de regalos a la finlandesa con la que el presidente Feijoo ha decidido obsequiar a ese puñado de valientes que todavía se atreven a traer un hijo a este mundo.

Para colmo, los padres del muchacho han tenido que justificar su decisión ante la opinión pública mientras varías cuadrillas de tertulianos se batían en duelo por los platós de televisión sobre el derecho a decidir, ya no la nacionalidad, como venía siendo habitual en los últimos tiempos, sino el nombre de cada quisque. Para que no quedase ni una sombra de duda sobre sus buenas intenciones, el padre de la pobre criatura se ha visto obligado a recurrir al ejemplo de Wolfgang (manada de lobos) Amadeus Mozart para defender que, incluso con un nombre tan poco convencional, cualquier hijo de vecino puede estar destinado a alcanzar grandes éxitos. "¡También tus padres te bautizaron con el nombre de un famoso artista y mira de qué te ha servido!", alegaba otro amigo mío sin pelos en la lengua obligándome a reflexionar sobre qué carajo había pasado con aquellas expectativas iniciales de mis progenitores, ahora que me he confirmado definitivamente como un vulgar y deprimente fracasado. Personalmente, yo soy de la opinión que el nombre elegido por María e Ignacio, que así se llaman los padres de Lobo, es una absoluta maravilla, sobre todo si el muchacho crece sano, gallardo y con buen pelo. En caso contrario, el rapaz deberá soportar con estoicismo las mofas más o menos punzantes de sus semejantes, en especial durante la etapa escolar pues ya sabemos hasta qué punto pueden llegar a ser crueles los niños con aquellos compañeros que no se ajustan a las bondades anunciadas por sus nombres de pila. Se me viene a la cabeza una sufrida y poco agraciada compa- ñera de la EGB a quien, en lugar de Dulce Flor, todos conocíamos como Nabiza, o aquel otro bendito al que sus padres cargaron con la fatal responsabilidad de llamarse Perfecto y tartamudeaba sin remedio, cruzaba los pies al andar y acumulaba tantas alergias que bien pudieron haberlo bautizado con el nombre de Despropósito.

El follón que se ha organizado en torno al niño Lobo me ha hecho recordar aquella mañana en la que cierto cartero se presentó en casa preguntando por un tal Francisco Albar Fernández. Con exquisita educación, pues para entonces ya había concluido yo con mi forma ción en un colegio de pago que les había costado a mis padres un ojo de la cara, me esforcé en explicarle que no había nadie en la familia que respondiese a tales señas pese a que los apellidos coincidían con los de mi abuela. Más tarde, y ya puesta al corriente del desafortunado incidente con el funcionario de Correos que terminó poniéndose un poco gallito, obligándome a perder los estribos, la abuela me explicó mientras se persignaba preocupada que el tal Francisco era, en realidad, el tío Manolo, su hermano pequeño. Al parecer, el párroco del momento se había empeñado en bautizarlo con el nombre del famoso santo así que mis bisabuelos decidieron seguirle al corriente de manera oficial para después llamarlo como les dio la gana, lo cual me pareció una decisión muy lúcida tratándose de aquellos tiempos difíciles y de mi propia familia, la cual nunca se ha distinguido por semejantes virtudes.

En el caso del niño de Fuenlabrada, afortunadamente, la Dirección General de los Registros y Notariado ha decidido reprobar la actuación del puntilloso empleado público y respetar la voluntad de los padres del rapaz, una pequeña victoria que debería congratularnos a todos. En tiempos donde ciertos derechos y libertades que parecían totalmente garantizados comienzan a ponerse en entredicho, nos topamos con una decisión que ayuda, de algún modo, a conservar cierta esperanza sobre el sentido común de la Administración y la Justicia. A buen seguro habrá quién considere la resolución de semejante embrollo como una victoria menor pero, al menos, evitará situaciones tan bochornosas como la que se vivió en el entierro del tío Manolo cuando el cura, con voz solemne, anunció el comienzo del funeral "por el alma de nuestro buen hermano Francisco" y la gente comenzó a escabullirse de la iglesia pensando que se habían equivocado de difunto.

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