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¡Cuidado!

"¡CUIDADO!, están entrando a robar en los garajes!", dice el cartel del ascensor. Lleva ahí desde que nos mudamos a este piso, allá por el año 2003, pero nunca he tenido noticias de que se produjera incidente alguno. Bueno, sí. Una vez se coló un gato callejero y el presidente de la comunidad declaró el estado de excepción porque el minino estampaba sus huellas sobre el capó de algunos coches, incluido el suyo. Me caía bien aquel animal. Tenía un gusto excelente y solo parecía interesado en los vehículos de alta gama. Una noche se organizó una batida para expulsarlo de la propiedad y la cosa no terminó del todo bien. A base de gritos y escobazos consiguieron que pusiera pies en polvorosa pero Doña Lupe, la ancianita del tercero, terminó con una fractura de cadera por venirse demasiado arriba durante la refriega: no hay gloria sin batalla ni batalla sin sufrimiento, supongo.

En realidad, el edificio está plagado de carteles y avisos por todas partes. Mi favorito es el de "no se admite publicidad", situado encima del buzón que se instaló en el portal para tales fines, y es que el mundo sería un lugar peor sin nuestras propias contradicciones. Algunas veces me encuentro al presidente sacando folletos a puñados y arrojándolos al contenedor con cajas destempladas, herido en su orgullo de legislador burlado. Es un buen tipo pero tiene sus obsesiones, como todos. Hace poco le montó un tremendo pollo a un empleado de la empresa de limpieza encargada de adecentar las zonas comunes. ¿Su delito? Dejar la puerta abierta unos minutos para que se secara el piso. "¿No sabe usted que están entrando a robar en los edificios de la zona?", le decía con grandes aspavientos al pobre fulano. "¡Pues no será por falta de carteles!". Y, efectivamente, no podía ser esa la razón: tenemos uno bien grande que advierte de tal peligro junto a los buzones del correo ordinario. Como era de esperar, la cosa terminó con el presidente subiendo a su casa hecho una furia y regresando a los pocos minutos con otro cartel en el que se podía leer: "¡Cuidado, suelo mojado!".

maruxaVivir rodeado de advertencias tiene sus pros y sus contras. Uno siente que forma parte de una comunidad civilizada, con normas, en la que cualquier vecino parece dispuesto a cubrirte las espaldas. Nada que ver con el tugurio en que vivía antes de la última mudanza, aquello sí era Vietnam. El piso de arriba parecía habitado por una manada de caballos salvajes, todo el día al galope de una habitación a la otra, y en el bajo vivía un exmilitar con síndrome de Diógenes que, entre otras singularidades, meaba por la ventana. Pero lo peor era cohabitar con aquella vecina que nos robaba prendas del tendal, las cuerdas, las pinzas, los felpudos, los adornos de Navidad, el pienso de los gatos… Cualquier cosa que dejases al alcance de sus largas zarpas le parecía un buen botín, era como una hurraca de 600 kilos con hipermetropía. Durante un tiempo pudimos mantenerla a raya con ayuda de un palo. Veíamos asomar la mano por el balcón y salíamos blandiendo la vara, pero terminó por cogernos el truco: empezó a robar solo por la noche o aprovechando nuestras salidas de fin de semana, se las sabía todas. Un día me encaré con ella por un cactus desaparecido y se puso a gritar en el rellano: "¡Socorro, socorro! ¡Un negro, un negro!". No acudió nadie a su auxilio, claro, ni siquiera su yerno neonazi. En aquella comunidad cada uno iba a la suya, vivíamos como animales.

La parte negativa de habitar un edificio en el que todo mundo parece obsesionado con la seguridad es el sentimiento de culpa que siempre te ronda la conciencia. Basta con ver al cartero con un paquete en la mano para que sientas la necesidad imperiosa de declarar la alerta antiterrorista. A fin de cuentas, si no lo haces tú será otro quien dé la voz de alarma y entonces quedarás señalado como un vulgar esquirol, una figura poco comprometida con el bienestar general a la que conviene vigilar de cerca, lo que termina afectando a la propia intimidad.

Así las cosas, ayer se me ocurrió colocar un par de tildes ausentes en algunos de los carteles referidos.

Me pareció un buen detalle por mi parte, una manera como otra cualquiera de sumarme a las milicias de autodefensa y conservacionismo del edificio, pero el resultado no ha podido ser más nefasto, a la par que previsible. Esta mañana, cuando salía de casa camino de la radio, me he topado con un nuevo cartel en el ascensor que decía: "Cuidado, tonto suelto con un rotulador". Mi primera reacción fue la de arrancarlo y tomar represalias inmediatas, pero una segunda lectura terminó por empujarme a la reflexión. Nunca está de más una advertencia a tiempo de tal naturaleza y ya no podré alegar que no se me avisó, así que no me ha quedado otro remedio que sacar el rotulador y firmar mi total rendición en unas pocas palabras: "Bien jugado, presidente". Eso lo calmará.

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