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Cosas de viejos

AL VIEJO le gusta llevar encima un par de novelitas de bolsillo a los partidos, por lo que pueda pasar. Todavía en casa, se ata con mimo una bufanda con los colores de su equipo que luce un tanto desteñida por el paso implacable de los años y tanto lavado, qué duda cabe, pero todavía está mejor conservada que su propio rostro, redibujado contra su voluntad por cientos de arrugas y unas escamas opacas y frías, como de pescado azul con varios días en la nevera. Se atusa el pelo con un poco de agua, se calza los zapatos de los domingos y comprueba que no le falte nada: las llaves, la cartera, el bocadillo, las gafas de leer, las novelas… Cuando está seguro al cien por cien de que lo lleva todo encima se santigua, sale de casa sin despedirse de la vieja y camina a paso ligero hasta el estadio. Acostumbra a ser uno de los primeros en tomar asiento en la, cada vez más, desierta tribuna.

A la vieja no le gusta que se vaya sin avisar, como si fuese un ladrón de gallinas o un amante cobarde. Se pasa la mayor parte del día en el pequeño lavadero que tienen junto a la huerta, rascando cualquier trapo que le cae en las manos. Los días de frío se le colorean de un morado negruzco por la artritis pero no soporta el ruido de la lavadora así que prefiere seguir lavando a mano; de artritis no se muere una, se dice. Además, así no gasta tanta corriente, que hay que ver cómo vienen últimamente los recibos. Cuando escucha el portazo se seca con el mandilón, entra en la cocina y comprueba que el viejo se ha llevado el bocadillo: este hombre la va a matar de un disgusto cualquier día de estos, vive pendiente de él como si fuese un niño pequeño. El médico ha dicho mil veces que no le conviene alterarse pero, ya se sabe, el dichoso fútbol... Regresa a su pequeño lavadero y reza un par de oraciones para que no le pase nada malo y, si puede ser, que gane el equipo del pueblo.


Este hombre la va a matar de un disgusto un día de estos

Últimamente no ganamos casi nunca, piensa el viejo. Estos chavales de ahora están más preocupados por ir bien peinados que por darlo todo en el campo y así no se va a ningún sitio. Cuando se enfada, y nota como el pulso se le acelera, saca una de las novelas. Leer lo tranquiliza y, además, para lo que hay que ver… En el capítulo anterior, el sheriff ha tenido sus más y sus menos con un ranchero cabrón que tiene al pueblo cogido por los huevos pero el de la estrella no se deja amedrentar y está reuniendo hombres para poner al bribón en su sitio. También aparece una mujer, una tal Mary, a la que el viejo se imagina como aquella camarera del puerto de Saint John que tantas veces le sonrió mientras le servía de beber. Olía a una mezcla de perfume barato y lejía, arrebatadora. Algunas noches, cuando a la vieja se le da por ponerse un poco juguetona y lo busca entre las mantas, él trata de recordar aquel olor salvaje y aquellas curvas abrillantadas por el sudor para que la memoria lo ayude en el intento.

Cuando empieza a oscurecer, ella mete todo lo lavado en una tinaja de metal y entra en casa para preparar la cena. Cuando los chavales pierden, el viejo casi nunca cena más que un poco de leche y unas sopas de pan. Si ganan, en cambio, podría devorar un elefante por las patas pero ganan tan pocas veces que no vale la pena ni imaginar el precio de semejantes bichos en la carnicería de Paco. Igualmente, prefiere prevenir que lamentar. Pela unas cuantas patatas con idea de hacer una tortilla y rescata unos cuantos jureles del mediodía a los que podría agregar un escabeche y listo, arreando. Antes, cuando los hijos vivían en casa, la vieja se pasaba media tarde preparando la cena para aquel regimiento famélico y escandaloso pero, ahora que viven los dos solos y sin grandes exigencias, no tiene necesidad.

El sheriff y la moza se han encontrado en una habitación de salón y la escena va subiendo de temperatura. El viejo sonríe, pícaro, mientras echa una ojeada por encima del libreto para ver cómo sigue el partido. A los suyos les están dando una paliza del quince pero está tan ensimismado con la descripción del escarceo amoroso que ni siquiera siente las habituales punzadas del disgusto. Mary viste una bata de seda que deja al descubierto todos sus encantos, lleva los labios pintados de rojo y sus ojos desnudan al sheriff antes de que este amague con quitarse el sombrero. Se abalanza sobre ella sobrexcitado, la arroja sobre la cama con la violencia justa y comienza a recorrer su cuerpo, primero con las manos, luego con la boca. El árbitro pita el final del partido pero el viejo se queda un rato más porque quiere saber cómo acaba el tórrido encuentro.

De vuelta en casa, los dos solos en la cocina y con la televisión encendida para simular algo parecido a una conversación, ella observa como el viejo devora la tortilla y más de una docena de jurelitos. Viene con hambre así que deben haber ganado. ¿Cómo quedó el partido?, le pregunta. Él no levanta la vista del plato y escupe un par de espinas sobre la servilleta. Como siempre, responde mientras repasa mentalmente lo sucedido en aquella habitación de un sucio salón en Arizona y trata de recordar el olor a desvergüenza de aquella camarera canadiense. Ella se levanta y se dirige al fregadero de la cocina, para ir adelantando trabajo, y él la sigue con la mirada.

- ¿Vas a querer algo de postre, viejo?

- Ya se verá, mi vieja. Ya se verá.

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