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Consuelo en la oscuridad

CON EL paso de los años, casi como una más de tantas tradiciones invernales, el pintoresco y hermosísimo pueblo de Campelo acostumbra a quedarse privado de suministro eléctrico a poco que caen cuatro gotas mal contadas, casi podría decirse que mal llovidas. Apagones los ha habido siempre pero antes, al menos, se necesitaba de un temporal en condiciones, uno de aquellos apocalipsis climáticos que anegaban campos de cultivo, inundaban caminos, hacían volar las tejas de las casas como si fuesen cometas y obligaban a los desamparados vecinos a buscar refugio en un bar o, en su defecto, en la iglesia. Recuerdo bien aquellas horas de oscuridad en el Otilio, con la barra macabramente iluminada por velones de panteón y a mi abuela Saladina jurando, por el luto que llevaba encima, quemar el siguiente recibo de la luz que osase entrar por la maldita puerta. Hoy en día, sin embargo, ya no parece necesaria catástrofe atmosférica alguna para que Gas Natural Fenosa nos prive de tan preciado bien avocándonos a las sombras, a la opacidad y, por qué no, a la delincuencia.

Pueden llamarme desconfiado pero cada día que pasa estoy más convencido de que las grandes fusiones empresariales de este país no son más que un disparate monumental que solo traen disgustos y quebraderos de cabeza, además de resultar carísimas al contribuyente. Ahí tienen, por ejemplo, lo sucedido con las cajas de ahorros y parece que las grandes compañías eléctricas no han querido quedarse atrás aunque a su favor alegaré que, al menos, tienen la deferencia de enviarnos un recibo a casa, cada dos meses, en el que nos detallan las razones y el importe exacto del hurto. Además de tan indeseables anexiones, otro de los grandes dramas llegados de la mano del progreso ha sido la pérdida total de cualquier tipo de confianza entre empresa y consumidor, una alarmante ausencia del trato personalizado de antaño y una obsesión insana por la cordialidad de manual, por una dialéctica mecanizada que nos genera fundadas dudas sobre cuándo estamos siendo atendidos por una persona cableada y cuándo por un pequeño ordenador de carne y hueso.

En el caso que nos ocupa, cualquier comparación con los viejos tiempos resulta odiosa. En Campelo, por ejemplo, teníamos a Casal, que era una especie de encargado de la antigua Fenosa en la bisbarra, un representante autorizado de la empresa que conocía el pueblo como la palma de su mano, saludaba a todo el mundo por el nombre y alternaba en los bares como uno más, como ‘uno di noi’. Yo lo recuerdo como un señor algo mayor, moreno y arrugado. Le brillaba el pelo como si lo lavase con aceite de oliva cada mañana y olía a colonia masculina de la de antes, tan agresiva al olfato que parecía fabricada con garras de león y cuerno de rinoceronte. Era, por lo general, un tipo sosegado, bien educado y de un correcto castellano que se tornaba virulentamente en gallego cuando alguien se excedía en las reclamaciones o, simplemente, no atendía a las primeras explicaciones. A su manera, se podría concluir que Casal era un embajador de la empresa, un diplomático con mucha flema capaz de convertir un apagón en una jornada de exaltación sobre los cantos de taberna pues, además de todo lo dicho, Casal era un excelente barítono.

En cierta ocasión, mientras reconfortaba el espíritu con unos amigos en el bar, se le acercó un paisano a preguntar qué tenía que hacer para darse de alta y enganchar la instalación de su nueva casa a la red de suministro. Casal empezó a relatar la problemática a la que tendría que hacer frente si seguía los cauces ordinarios: era necesario un estudio, varias aprobaciones, un proyecto... "Un follón de mucho carallo. Lo mejor es fingir un accidente, Choliño", le dijo. "Busca a un amigo que tenga un tractor, o un camión pequeño, y tirad abajo el poste más cercano a tu casa. Al ser una avería, en pocas horas tienes allí una cuadrilla con orden de repararlo cuanto antes y ya me encargo yo de que te dejen hecho lo tuyo. El resto ya lo irás haciendo con calma, hombre". El asunto se zanjó con una ronda de vinos y unas cuantas nécoras al portador, lo que siempre resultaba un trámite mucho más agradable que el interminable papeleo y la complicada burocracia.

Así las cosas, no es de extrañar que el pasado viernes, tras más de dos horas sin electricidad y con un batallón de teléfonos móviles haciendo la función de aquellos cirios que tanto gustaban a mi abuela, a muchos se nos vinieron a la cabeza aquellos tiempos en los que el suministro solo se interrumpía "por causas de causa mayor", como siempre decía Casal, no porque a un moderno transformador de le atraganten las primeras humedades del invierno. Por suerte, Campelo es un pueblo de gente positiva y dejando de lado los primeros instantes de frustración, enseguida nos encontramos con el consuelo de saber que mientras el resto del país consumía la electricidad más cara que se haya visto en muchos años, a nosotros, bienaventurados, nos la cortaban. Si lo piensan, incluso tiene algo de sexual eso de buscar consuelo en la oscuridad.

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