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Con la ayuda de Dios

CADA DÍA que pasa me resulta más difícil entender este loco mundo en el que vivimos, no sé. Quizás sea defecto del propio animal, como asegura mi padre, o quizás tenga que ver con algún tipo de incapacidad intelectual que me impide comprender el manual de instrucciones de uso pero lo cierto es que no logro comprender de qué va la vida, no termino de coger la onda y casi nunca estoy seguro sobre a qué realidad debo atenerme.

El pueblo estadounidense, libre y con la ayuda de dios, acaba de elegir a Donald Trump como presidente de la nación más poderosa de la tierra si exceptuamos a Galicia que, como ya dije en una ocasión, es casi otro planeta. Sin entrar a valorar posibles consecuencias ni plantear un debate demasiado profundo, sorprende esta costumbre de los yanquis por recurrir al auxilio del altísimo incluso para sellar una quiniela, como si dios no tuviese otra cosa que hacer que estar todo el santo día favoreciendo los intereses de los New York Knicks, Rihanna o el Cuerpo de Marines. Algún descreído aprovecharía la victoria del anaranjado magnate de las finanzas para demostrar que dios no existe pero yo apenas me limitaré a señalar que la alternativa pasaba por investir a Bill Clinton como primera dama de la nación, y todos conocemos la posición oficial de la iglesia sobre este tipo de travestismos.

La noticia ha desatado una ola de pánico global como no se recordaba otra desde que se conoció la ruptura definitiva de las Spice Girls y Jesulín de Ubrique anunció su salto al mundo de la canción melódica. Los mensajes de repulsa han inundado las redes sociales, la inestabilidad se ha instalado en los parqués bursátiles de medio mundo y las redacciones de los principales medios nos explican el porqué de la victoria de Trump mientras deslizan posibles y terribles consecuencias. La más preocupante de todas ellas, por una mera cuestión de cercanía y estima personal, sería la posible deportación de nuestro compañero y pregonero mayor de la ciudad, Rodrigo Cota. Como todo el mundo sabe, nuestro bardo es medio mexicano y podría terminar con sus huesos al otro lado del charco, detrás de un muro pagado con sus impuestos, para desgracia del sector hostelero en la ciudad que todavía no se ha repuesto de la marcha a Madrid de Manuel Jabois, el otro puntal sobre el que sustentaron los tiempos de auténtica bonanza en la Boa Vila.

Más allá de consideraciones puntuales como la referida, me cuesta comprender el sentimiento de repulsa que se respira en el ambiente de nuestro país hacia la figura del nuevo presidente norteamericano. Desde los más insospechados rincones de la piel de toro se alerta sobre el carácter misógino y racista del citado Trump, las políticas proteccionistas que se atisban en el horizonte de los EE. UU, la deportación masiva de ciudadanos sin papeles o el desprecio al derecho internacional que dejaría en la estacada a cientos de miles de personas, quizá millones, que siguen huyendo de las guerras en sus países de origen en busca de asilo político y una vida mejor en tierras vecinas. Entre esas voces críticas se han destacado las de Susana Díaz, Albert Rivera o Pablo Iglesias, con lo que solo nos faltaría la puntilla del ex-ministro Jorge Fernández Díaz para completar el póker de ases patrios denunciando lo que en España se acepta como lógico y normal.

Hace unos años, tras la victoria de Barack Obama en las presidenciales americanas, recibí la llamada emocionada de un primo mío que vive en Barcelona, convencido de que llegaba el cambio definitivo que el mundo reclamaba: siempre fue un soñador. Escéptico por naturaleza, preferí guardarme mi opinión hasta poder meter la mano en la llaga del difunto y pasado el tiempo me atrevo a afirmar que el mundo sigue siendo la misma pocilga que era entonces, no hace falta mucho más que girar la cabeza hacia el mar Mediterráneo y contemplar el drama humano que nos asola y ante el que la vieja Europa hace oídos sordos alegando las mismas razones que Trump ha deslizado en campaña para cimentar su victoria.

El mundo no tiene cura, al menos en mi opinión, y la presidencia de Donald Trump no cambiará gran cosa salvo que un día discuta con Melania por la disposición de los muebles en el Despacho Oval y decida resolver el asunto pulsando el botón rojo que controla el arsenal nuclear puesto a su disposición. Por lo demás, nos esperan cuatro años más de nada, que es lo que mejor se les da a los principales líderes del mundo para resolver los problemas comunes de los pueblos. Los lunes seguirán siendo lunes, los martes tenemos Gran Hermano, los miércoles Velvet, los jueves Pesadilla en la cocina y el viernes comienza el carrusel de partidos de liga que se alarga hasta el domingo. No tenemos tiempo para cambiar el mundo, las cosas como son, y si esta semana hemos simulado lo contrario es porque la victoria de Trump ha coincidido con el insufrible parón para la disputa de partidos internacionales entre selecciones. ¿A quién le importa un carajo lo que haya votado Michigan si el Real Madrid sigue siendo campeón de Europa, con la ayuda de dios? Suerte que, como decía Marlon Brando en La ley del silencio, "nos queda toda la vida por delante para beber".

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