Opinión

Gala, el complejo de ser de pueblo

El revuelo, la algarabía postelectoral y el redoble de campanas convocando el 23 de julio, nos han perturbado la despedida del grande que se fue desafiando a la actualidad. Un paisano de pueblo camuflado en poses relamidas de señorito andaluz llamado Gala. Donde uno nace habla y más si son siete años los allí vividos, como era su caso. Ser de pueblo es marca de vida, lo demostraron Delibes, Lorca, Juan Ramón Jiménez o Miguel Hernández. Antonio Gala pregonó siempre a su Córdoba adoptiva y olvidó Brazatortas, en Ciudad Real, como hijo del médico. Los primeros años marcan el resto de la vida, al menos si hacemos caso a las indicaciones de los psicólogos. En ese tiempo empezamos a hablar, a pensar y a relacionarnos con los demás. El niño es el padre del hombre y Antonio Gala se crio en esa villa de unos mil habitantes, que tiene por patrón al Santísimo Cristo de Ourense. Adquirió allí sus capacidades de aprendizaje, creativas, comunicativas y emocionales. Viéndole remilgado, presumido y finolis estaba lejos de Don Quijote de La Mancha, pero sí se aproxima por el prototipo del que quiere imponer su ideal por encima de las convenciones sociales y de las bajezas de la vida cotidiana.

Gala actuó a modo de redentor humano de una prosaica realidad que hiere y ofende a diario. Se erigió rey de las más puras esencias del amor, el honor y la justicia; pero olvidó su pueblo

Gala actuó a modo de redentor humano de una prosaica realidad que hiere y ofende a diario. Se erigió rey de las más puras esencias del amor, el honor y la justicia; pero olvidó su pueblo. Cuando dijo: "Mi vida es una vida absolutamente imbécil, casi todas las vidas lo son", podría hablar el Ingenioso Hidalgo, lo mismo que lo confesado durante una entrevista para un periódico: "Es bueno que andemos a tientas porque así nos tocamos los unos a los otros". Antonio Gala peregrinó en lucha con la realidad mezquina, contribuyó a las extravagancias y como Alonso Quijano, convertido por sus sueños en don Quijote de la Mancha, fue ante todo un hombre de carne y hueso, y así, y precisamente en virtud de su misma humanidad, penetra en el mundo de lo universal y de lo simbólico. 

Era un hidalgo campesino, a ritmo de caros bastones regalados, que sentía las estaciones en permanente temple de amor y desamor. Y lo lanzaba al viento con voz engolada de poeta que narra como si siempre estuviese enamorado o buscando estarlo. Se preguntaba a dónde va el ruiseñor cuando mayo termina y decía que "si el sentimiento más desobediente se niega al natural imperativo, álzate tú, versátil y valiente". Perdonémosle no defender ser de pueblo.


 

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