Opinión

¿Tiene la razón, siempre la razón?

Ahora que el Ministerio de Educación se propone reformar sustancialmente la prueba de acceso a la Universidad (Selectividad), para hacerla menos memorística y más práctica, pienso que quizás sea interesante, en relación con una posible actualización del correspondiente ejercicio de Filosofía, recordar una experiencia como la que paso a relatar.

Hace ya mucho tiempo que viajé con un nutrido grupo de alumnos a diversos países de Europa y, estando en París, compré varios libros relacionados con la enseñanza filosófica en Francia. Uno de ellos era un catálogo de las cuestiones que habían aparecido en la prueba de Filosofía del ‘Baccalauréat’ (la Selectividad francesa) en los distintos departamentos o regiones del país vecino a lo largo de los años. A diferencia de España, donde se ha de realizar un previsible comentario de texto de alguno de los autores del programa, en Francia los estudiantes tienen que responder a preguntas de carácter abierto —como la que da titulo a este artículo— desarrollando una ‘disertación’ original en la que deben exponer en primer lugar un resumen de las diversas posiciones filosóficas, con frecuencia antagónicas, sobre el tema para llegar al final a una sintesis o conclusión propia. Las preguntas concretas que se formulan son (o eran entonces) cada vez diferentes y no previamente anunciadas, por lo que los estudiantes debían contestarlas de un modo creativo a la par que coherente. ‘¿Tiene la razón siempre la razón?’ era una de las que figuraban en aquel catálogo, cuya función no era servir de objeto de estudio sino de orientación general para las siguientes ediciones del examen. Por lo demás, la disertación filosófica es la primera prueba del ‘Baccalauréat’ y, hasta hace poco al menos, la más prestigiosa; a menudo las cuestiones en ella planteadas han provocado populares debates en el país, como ocurrió por ejemplo en 2017 con la pregunta: «¿Todo lo que tengo derecho a hacer es justo?».

El problema en torno a la razón, escogido en este artículo como exponente de otra manera de enfocar la didáctica filosófica y su evaluación, no es un simple juego de palabras pues en él se dirimen los límites de nuestra capacidad racional y se afronta la posibilidad- o la necesidad- de apelar a otras instancias como la intuición, la emoción, la voluntad o la fe, para darle una solución más completa. Así, aunque Francia sea la patria de Descartes, creador del racionalismo moderno, es también la de Pascal, para quien «el corazón tiene razones que la razón desconoce»; incluso el alemán Hegel, cuyo idealismo absoluto proclama que «todo lo real es racional, y todo lo racional es real» reconocía que «sin pasión nada grande se ha hecho en el mundo». Y es que puede ser, en efecto, que no siempre ‘la razón’ (entendida como inteligencia o capacidad de razonar) ‘tenga la razón’ (en el sentido coloquial de estar en lo cierto o lo correcto). Con la sola razón no nos enamoraríamos ni correríamos riesgos, ni tampoco resolveríamos dilemas ante los que permaneceríamos indecisos y equidistantes, como el asno inteligente pero abúlico de la célebre metáfora de Buridán, paralizado y muerto de hambre por no poder elegir racionalmente entre dos montones de pienso iguales situados a idéntica distancia de él.

Para el parisino Henri Bergson (1859-1941), la inteligencia analiza la realidad dividiéndola en sus partes componentes y deteniendo su movimiento como en una fotografía, de una forma, pues, más bien mecánica y estática (y por lo tanto insuficiente, aunque instrumentalmente útil), en tanto que la intuición capta el devenir o ‘duración real’ que caracteriza al dinamismo natural de la vida. Al menos una facción relevante de la psicología actual coincide con Bergson al considerar a la intuición como un modo de conocimiento tan válido como el razonamiento, mientras que, por su parte, el reputado neurólogo portugués Antonio Damasio, en obras como ‘El error de Descartes’, ha resaltado el papel primordial que en la motivación, en la acción e incluso en el pensamiento humano, ejercen las emociones.

La oposición radical al racionalismo llevó a Schopenhauer y a Nietzsche a proclamar la supremacía de la voluntad(de existir, en el primero; de poder en el segundo); o la del ‘salto a la fe’ en el caso de Kierkegaard, e indujo por su parte a nuestro Unamuno a sugerir la de ‘animal afectivo o sentimental’ como definición alternativa de nuestra especie frente a la clásica de ‘animal racional’; otros autores en cambio han procurado sintetizar ambos aspectos de la vida y la mente humanas en conceptos híbridos tales como ‘razón vital’ (Ortega y Gasset), ‘razón poética’ (María Zambrano), ‘inteligencia sintiente’ (Zubiri), o ‘inteligencia emocional’ (Daniel Goleman). En el momento presente, sin embargo, y ante la tendencia creciente a la sobrevaloración de una emotividad y una subjetividad desbordadas que a menudo sirven de justificación a la llamada posverdad —en la que ‘todo vale’—, no está de más resaltar, como Steven Pinker en su reciente libro titulado precisamente ‘Racionalidad’, la importancia de ésta para el logro de un conocimiento objetivo y una más adecuada toma de decisiones.

Como se puede apreciar con el caso de la pregunta sobre la razón, la educación filosófica no tiene por qué mostrarse ante los jóvenes estudiantes como un repertorio o ‘museo’ de ideas pretéritas, sino como un ámbito de reflexión y de debate en el que tales ideas reviven y se entrelazan con otras más actuales para iluminar el presente. Como, creo, les debió parecer a los alumnos a los que, al salir de París en el autobus de vuelta, les leí esta y otras cuestiones del catálogo del ‘Baccalauréat’ y que se enfrascaron a partir de ellas en una tan profunda como animada conversación que me complace recordar.

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