Opinión

Dos años en la era de la inseguridad

A principios de 2020, todo parecía indicar que el mayor problema del planeta en los siguientes años sería el cambio climático, pero no podíamos imaginar que de repente surgieran circunstancias aún más apremiantes que nos obligaran a modificar drásticamente nuestro modus vivendi en muy poco tiempo. En lugar del atemperado ritmo de las grandes fuerzas sociales y materiales que según la concepción dialéctica mueven la historia de un modo inteligible, nos hemos encontrado en los últimos dos años con una cascada de acontecimientos imprevisibles, fuera de nuestro control racional, que han transformado nuestra sociedad aceleradamente.

Cuando la Organización Mundial de la Salud declaró el día 11 de marzo de aquel año la pandemia por el coronavirus covid-19, dio comienzo una nueva era, marcada por sentimientos de incertidumbre y riesgo extendidos con carácter universal. El mundo, ya globalizado por la economía, los transportes y las comunicaciones, se unificó más que nunca también en cuanto a inseguridad. Si el vivir peligrosamente ya era una constante en las zonas deprimidas del orbe, en cambio en los países desarrollados existía la ilusión o espejismo de la invulnerabilidad. De un modo inconsciente, albergábamos en estos la creencia de que las epidemias que asolaban a aquellas no podían alcanzarnos, pues nuestros sistemas de salud y avanzado nivel de vida parecían garantizarnos la inmunidad. La penetración y rápida difusión del covid en todo el llamado ‘Primer Mundo’ demostró lo contrario: que nadie estaba a salvo del poder destructivo de un nuevo virus, y que, por extensión, no hay lugar suficientemente seguro en el planeta para protegerse de las fuerzas desatadas de la naturaleza. Además, la persistencia del contagio en intermitentes oleadas expansivas ha forzado a alterar las rutinas tradicionales del trabajo, la diversión y la vida en común hasta el punto de volvernos casi irreconocibles para nosotros mismos. Han sido solo dos años, pero tan intensos que nos han cambiado realmente, por dentro y por fuera.

Y ahora, sin que aún se haya podido certificar el fin oficial de la pandemia y mientras el cambio climático sigue su avance sin freno, un nuevo acontecimiento inesperado ha alterado definitivamente nuestro existir y nuestra percepción de la realidad en torno. Me refiero a la guerra de Ucrania, que, aparte de otros males mayores, ha traído consigo el final de la ilusión de un continente europeo en paz y ha terminado de derribar la antigua certeza en nuestra privilegiada seguridad. Ahora sabemos que, al igual que el resto del mundo, somos susceptibles de padecer en nuestra proximidad un conflicto bélico de enormes proporciones, con su secuela de vidas destrozadas, masas de refugiados y empobrecimiento. Ya no somos distintos, ni inmunes ni invulnerables, sino básicamente iguales a todos los seres de todos los continentes y de todas las épocas que han sufrido el rigor de las epidemias, de los desastres naturales y de las guerras. Si la pandemia no hubiera sido suficiente para sentirnos parte de una única humanidad, acaso lo consiga —por desgracia— la tragedia ucraniana.

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