Opinión

Mi primera experiencia profesional

A mi compañera Jennifer Gómez Zsáková 
Con profundo agradecimiento por su ayuda

Soy criminóloga. Pertenezco a la primera generación de Graduados de la Universidad de Santiago. Mi nombre es Jennifer, Jenni para los amigos. Mi primer trabajo me enfrentó con una experiencia cruel. 

Conocí a Julián y Paula, los padres de Montse, con 61 y 57 años. Parecían dos ancianos: pelo blanco, arrugas profundas en sus rostros sin vida. Miradas perdidas y semblantes desencajados. Sobrevivían en unos cuerpos encorvados que apenas se sostenían de pie.

Montse tenía dieciocho años el 7 de agosto de 2007, día en el que desapareció. Había aprobado la selectividad y estaba feliz. En septiembre empezaría ingeniería informática. 

Volvía de la discoteca con Rosa, su amiga desde que eran niñas. Se separaron cerca del apartamento de sus padres, comprado hacía catorce años. Los padres de Montse estaban deseosos de que sus hijos disfrutaran de veranos inolvidables. Ellos rememoraban los suyos. Se habían conocido en la playa de Jávea siendo unos niños, y llevaban toda la vida juntos. Valía la pena endeudarse en la compra.

La familia al completo había llegado a Benicasim una semana antes. Desde la noche fatídica en la que Montse se separó de su amiga, nadie la volvió a ver. Su rastro se perdió. La policía no encontró huella alguna. Parecía que se había esfumado. Diluida en el espacio y en el tiempo. Ni un testigo. Ni una marca en el suelo. Ni un vestigio físico. Nada a lo que agarrarse. –¿Vivía? –¿Dónde estaba? –¿La habían matado? Al principio se aferraban a que viviera. Tenía que estar viva, y la encontrarían. El paso de los años no hizo sino aumentar la angustia y el sufrimiento. La incertidumbre era una carga tan pesada que vivían sepultados en vida. Solo deseaban encontrar sus restos: enterrarlos y honrarlos.

Montse tenía la costumbre de avisar a su madre al regresar a casa. –Tengo un sueño muy ligero, y me quedo más tranquila si me avisas. Era un pacto cumplido desde su primera salida. Su madre se despertó a las 4.34 y se extrañó de que no hubiera llegado. –Bueno, se dijo. –Es muy responsable. Seguro que lo estarán pasando bien. Se dio la vuelta y se volvió a quedar dormida. Al levantarse su marido le preguntó: –¿A qué hora volvió ayer Montse? Paula saltó de la cama y fue a su habitación. Vacía. Miró su reloj: las 8:18. –Se habrá ido a casa de su amiga Rosa, pensó. –Pero ¡qué raro que no me avisara! Sin esperar más, pese a la hora, llamó a casa de Rosa. Al otro lado de la línea le contestó su madre y amiga: –Hola Lidia, perdona la hora. Solo quería saber si Montse ha dormido esta noche en vuestra casa. Lidia dejó el teléfono y entró en el dormitorio de su hija para comprobar si realmente estaba en lo cierto. –No, no ha dormido aquí. Me dice Rosa que se despidieron sobre las cuatro y media y cada una regresó a casa. –¿Puedo hablar con Rosa? –Sí claro. Volvió a dejar el teléfono y llamó a su hija. Rosa repitió exactamente lo dicho por su madre. Se despidieron. Iban solas. No había nadie por la calle. Montse estaba bien. Se había tomado dos copas. 

Paula colgó el teléfono y salió de inmediato hacia la comisaría. 

Una vez allí, la policía les comunicó que las desapariciones de los adolescentes son muy habituales, y suelen solucionarse en 24-36 horas. Cualquier noticia sobre su hija, importante o banal, debían trasladarla a la policía. Ellos les informarían también. 

La policía, la guardia civil, todos trabajaron duramente. Resultado: ninguno. Montse no apareció. Y, lo peor fue que nunca encontraron el menor atisbo para sospechar de algo o de alguien. El misterio rodeaba el caso de principio a fin. 

Para ser mi primer caso no había tenido suerte. Pensé entonces si el ejercicio profesional estaría hecho para mí. Pero, sin dudar más, me puse a trabajar. Repasé todo el historial. Las batidas por los alrededores. La declaración de fallecimiento ante el juzgado. Me entrevisté con los amigos con los que salió aquella noche, con otros conocidos… Aprendí a escuchar, tenía que ser paciente. Habían transcurrido quince años. 

Me pasaba las noches leyendo, releyendo y repasando. Mi novio estaba celoso… ¡de mi caso! Era lo único en mi vida. Todas las horas eran pocas. Necesitaba estudiar, repasar.

Y, una mañana releí solo una de las declaraciones. Era breve. Volví sobre ella. Había algo que me desconcertaba. Descolocaba esa neurona suelta de mi cerebro. Había que intentarlo. Nerviosa y con la ilusión de una novata, acudí a la guardia civil. 

Me entrevisté con un agente que conocía. Le conté mis sospechas. Acudimos juntos al juez. Había posibilidades de reabrir el caso si mis sospechas eran ciertas. 

Nos pusimos a trabajar. Había un individuo obsesionado con Montse. Ella le había dado calabazas años antes, pero seguía empecinado. Era oriundo del pueblo. Un tipo huraño y retraído. Ahora, trabajaba como pastor. Tenía sesenta y tres ovejas. 

Fuimos a visitarle a su apartada casa. Era una edificación pequeña. Estaba sucia y desaliñada. Conversamos con él. Era hombre de pocas palabras. Estaba incómodo y molesto. Salimos convencidos. No decía la verdad. 

Días después, solicitamos una orden de registro. Escondía algo. Estábamos seguros. Pero después de levantar alfombras, revisar paredes no encontramos nada. Nos quedaba el corral. Más sucio aún que la casa. Comprobamos cada rincón. Nada. Teníamos que volver a ver la casa. Volvimos con el mismo resultado. Y otra vez al corral… la suciedad, el mugriento suelo, y, de pronto un imperceptible desnivel. Podía haber algo. Observamos una y otra vez. Tras muchos intentos conseguimos mover una losa. Había una escalera rota. Bajamos. Estaba oscuro, sin ventilación. Era insano. Insalubre. Olía a humedad y el frío era insoportable. –Hola, ¿hay alguien? –Montse, dije con suavidad, –¿Estás ahí? De la oscuridad emergió una figura. Me recordó a su madre. Tan envejecida como ella, aunque tenía treinta y tres años. –Ven con nosotros. Te llevaremos con tu familia. Venimos a liberarte. –No puedo. Tengo dos hijos. –Vendrán con nosotros, no te preocupes. Montse lloró. Hacía tiempo que no lo hacía. Había llorado, pataleado e intentado fugarse cientos de veces. Después, cansada, frustrada y desesperada se entregó a su cruel e infame destino.

Nos dirigimos al hospital en donde los dejamos ingresados. Un equipo de psicólogos les asistiría en adelante. 

Acudimos de inmediato a visitar a Julián y Paula. No cabíamos de gozo y alegría. Nunca había corrido tanto en el coche. Nos quitábamos las palabras. Entramos atropelladamente: –¡Montse está viva! ¡La hemos encontrado!, gritamos. Ante sus miradas atónitas, confundidas y conmovidas nos abrazamos. Lloramos juntos, pero por primera vez en quince años, de alegría, de un gozo intensísimo. Al fin volvieron a sentir consuelo en sus vidas. Los llevamos en nuestro coche para el feliz, inesperado e insospechado reencuentro. 

Desde entonces, seguiría teniendo un contacto estrecho con Paula, Julián y Montse. 

Nunca podré olvidar mi primer caso. Estaba hecha para ser criminóloga. 

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