Opinión

Portes pagados

La monotonía ha sido una constante en mi vida profesional. Cada día igual que el anterior. Cada hora idéntica. Actos reiterados y repetidos miméticamente. 

Una mano levantada y allá iba yo. Parada de coche. Tras entrar el pasajero: —Buenos días.  —Buenos días. Por favor, a la calle Goya número 88. —Pase un buen día. Parada y hasta otra. 

Otra mano levantada: —Buenas tardes, al aeropuerto por favor. Si puede, dese prisa porque en caso contrario perderé el avión. Como Vd. guste caballero. Póngase el cinturón, por favor. —Buenas tardes y feliz vuelo. 

Otra mano a horas intempestivas: —Buenas noches, lléveme al Hospital General. —Que tenga suerte. Buenas noches. 

Entre paradas y viajes ha transcurrido mi vida hasta que un día tuve una parada aparentemente igual a cualquiera de las diez mil anteriores. 

Una vez más, una mano se alzaba en mi horizonte visual. Paré. Un señor solo, sin compañía esperaba en mitad de una calle. Al acercarme vi que su cara estaba pálida, descompuesta y desencajada. Sin mediar palabra, sacó su monedero y me entregó cien euros por la ventanilla. Hasta ese momento no me preguntó nada, ni me explicó sus intenciones. —¿Para qué me daría tanto dinero y antes de entrar?, me preguntaba.

Después, abrió la puerta de atrás como si fuera a entrar. Gesticuló como si dejara pasar a alguien. A continuación, y como si alguien hubiera pasado, inclinó la cabeza con ademán de veneración y cerró la puerta. 

Se volvió a acercar a mi ventana y me susurró: —Por favor, si es tan amable, diríjase al cementerio. Al llegar a destino abra la puerta de atrás. Espere tres minutos y después ya puede cerrar la puerta. Entonces, su servicio habrá concluido. El dinero cubre con creces el trayecto. 

—¿Vd. no viene?, le pregunté asombrado. —Pero, entonces ¿a quién tengo que llevar? Muy serio me contestó: —Es el fantasma de mi suegra.

Estoy forzado a cumplir mi último compromiso. Y tras decir esto se fue.

Entre paradas y viajes ha transcurrido mi vida hasta que un día tuve una parada aparentemente igual a cualquiera de las diez mil anteriores

Me volví hacia atrás. Mi asombro inicial se transformaba. —Y yo que me quejaba de tener una vida aburrida y tediosa, me dije. Estaba aturdido. El asiento posterior estaba vacío. En mi mano todavía permanecían los 100 euros. 

Miré y volví a mirar. —¿Era una broma? —¿Dónde estaba el hombre?, me preguntaba. 

Y de pronto, un escalofrío recorrió mi cuerpo. —¿Estaba solo? Y ahora, ¿qué hago?, pensé en un tono muy, muy bajito. Tuve miedo de que alguien oyera mis pensamientos. Volví a mirar al asiento trasero. Allí no había nadie, o ¿sí?

Y, muerto de miedo dije en voz alta: —Pues, señora, allá vamos. Ya ha oído a su yerno. Nos vamos al cementerio. Póngase el cinturón de seguridad. Su taxista no paga las multas que se imputen a sus pasajeros. Yo ya la avisé. —Vamos pues. Si algo desea, ya me dice. ¿Calefacción? ¿Aire acondicionado? ¿Ventanillas abiertas? 

Los semáforos, perfectamente sincronizados, se ponían en rojo a nuestro paso. Disimulando, miraba por el retrovisor. —Lo estás haciendo muy bien, me decía. —¿Va Vd. bien señora?, le pregunté. No hubo respuesta. Y otro semáforo en rojo. Y vuelta a mirar por el rabillo del ojo. —Si al menos me pararan los municipales, deseaba fervientemente. 

Y cuando conducía más seguro una mano en alto: era la policía, un control de carretera. —Buenas noches. ¿Su permiso de conducir? ¿Hacia dónde se dirige a estas altas horas de la noche por esta carretera? —Verá, hago mi última carrera. Voy al cementerio. Entonces el policía asomó la cabeza dentro del coche, y no viendo a nadie dijo: —El coche está vacío, caballero. Y, además, el cementerio está cerrado a estas horas.
Mirándome con cara irritada me invitó: —Baje del coche por favor, y sople. —No. Yo no he bebido nada, ni una copita. —Sople, por favor. Sorprendidos al no encontrar resto alguno de alcohol en el aire espirado y sin entender mis palabras, me dejaron marchar. 

Al subir al taxi volví a mirar al asiento trasero. Nunca una carrera había sido tan larga. Conduje con seriedad y profesionalidad los ocho kilómetros y setecientos treinta y tres metros que recorrimos en silencio, interrumpido por el control y por mis sucesivas preguntas. Ninguna de ellas halló respuesta. 

Cuando salí del cementerio bajé el cartel de Libre. —Se acabaron las carreras por hoy, me dije. Al entrar en mi casa mi mujer asustada me dijo: —¿Qué te ha pasado? Estás demacrado, pálido y desencajado. Cualquiera diría que has visto a un fantasma. No le conté nada creyendo que me tomaría por loco. Al meterme en la cama me pregunté: —¿A quién he llevado esta noche? La pregunta no he dejado de hacérmela durante toda mi vida: —¿Quién viajó conmigo aquella noche? Estoy seguro de que no fui solo en ningún momento.

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