Opinión

No miré hacia otro lado

La noticia jubilosa llegaba a mi vida profesional. Había entrado en la Universidad siendo un adolescente. Los sueños, ideales y esperanzas colmaban mi existencia. Ni por un momento pensé que allí me quedaría hasta cumplir los setenta. Comencé a los veinte siendo ayudante de un profesor. Le siguieron años en los que el estudio, la formación y la investigación fueron la tónica de mi vida hasta llegar a ser catedrático. Cincuenta años de estudio y clases en la universidad. 

Decenas de promociones han pasado por mis clases. A todas ellas deseé dejarles mi impronta: la lucha de todos ellos en sus puestos de trabajo por un futuro mejor y más justo. 

Merecía un descanso y aunque tenía ganas de descansar me dolía pensar en la privación de mi renacimiento anual. Esa experiencia siempre distinta y gratificante que se siente conociendo a las nuevas generaciones de alumnos. 

Como mi mujer tenía cuatro años menos prorrogaría mi jubilación hasta los setenta. 

La jubilosa y alegre finalización de mi carrera nos ofrecía una situación nunca vivida por nosotros. Teníamos todo el tiempo del día, libres de obligaciones profesionales y familiares. Podíamos viajar a lo largo y ancho de España, del mundo… 

Nuestros planes se estrellaron con la luctuosa y terrible noticia de la muerte de mi mujer. Una caída tonta e inexplicable por una escalera le arrebató la vida. Todos nuestros proyectos e ilusiones, todos nuestros designios se fueron con ella. 

Me convertí en un ser solitario que andaba sin rumbo por la calle. Todos los días hacía el mismo recorrido. Distintos migrantes colocaban sus mantas por las avenidas que paseaba. Como era mi costumbre les saludaba. Parecía que uno de ellos me conocía. Me daba los buenos días siempre con su mejor sonrisa. Un día le pregunté de dónde venía, y me contestó: —Soy de Nigeria. Me llamo Musa y llegué a España hace un año en patera. Quiero trabajar, no quiero pedir por la calle, me da vergüenza. Nadie me ofrece trabajo. —¿Cuántos años tienes? –Veintiuno. Fui al colegio de pequeño, pero tuve que ayudar en casa, y no volví más. Nunca quise dejarlo. —¿Sabes leer? —No, y me gustaría aprender. —Si quieres puedo enseñarte. —¿Lo haría?, me contestó con cara de sorpresa. —Si quieres empezamos mañana. Te traeré un libro y un cuaderno. Al hacer el ademán de despedirme se puso de pie: —Gracias señor. No olvidaré nunca su ayuda. Le prometo que me esforzaré. Quiero aprobar la ESO y después me gustaría seguir estudiando. Tras nuestra conversación me despedí. Tenía todo el tiempo del mundo, y a partir de ahora volvía a tener trabajo. Retomaba mis clases. Compré unos libros, un cuaderno, lápices y bolígrafos. 

Musa llegó a ser uno de mis grandes amigos. Un amigo de la vejez. Me ayudó a superar la más difícil etapa de mi vida

Al día siguiente, cuando Musa me vio se levantó como un resorte para saludarme con enorme respeto. Su cara estaba iluminada. Aunque no lo repitiera su agradecimiento salía por cada uno de los poros de su piel. Emocionado como un niño, recogió su manta con todos sus productos y nos dirigimos al parque cercano. Estaba a cinco minutos. Ocupamos un banco. Y allí, rodeados de paseantes, jardineros y los árboles de testigos volví al trabajo. 

Musa era un chico listo. Absorbía cuanto le enseñaba como una esponja. Aprendió a leer y escribir. Su determinación para estudiar era formidable. Superaba las barreras. Se esforzaba sin denuedo y aprobaba los cursos.

En la ciudad empezaron a conocerle como el migrante estudioso. Sentado en la calle siempre tenía un libro o un cuaderno entre sus manos. Lloviera o con sol radiante Musa estudiaba como una hormiguita. Y, a nuestra hora, continuamos con nuestra clase diaria. 

Matriculado en la Eso le enseñé matemáticas, lengua y conocimiento del medio. Avanzaba como los mejores alumnos. Su interés era sorprendente y su carácter y voluntad de hierro rozaban la osadía. Su bravura tuvo premio. Aprobó la ESO y después se matriculaba en Bachillerato. 

Continuamos con las matemáticas y la economía, sin olvidar las dudas o problemas que se le presentaban en otras materias. Superar la selectividad era un sueño. Cuando echaba la vista atrás sentía vértigo. Un pobre chico de la calle sin estudios básicos y con una vida difícil estaba consiguiendo lo imposible. Y el sueño se cumplió. 

Entre los dos rellenamos su matrícula en Odontología. Sería dentista. Su ilusión era volver cada año a Nigeria. Reservaría dos o tres meses cada año para viajar a su país y ayudar a los suyos. Éramos el viejo profesor y su alumno aventajado desde hacía años. Estaba convencido de que lo lograría. Solo deseaba que la vida me permitiera celebrar su gran éxito a su lado. No me permitió que pagara la cena. Me invitó en su restaurante favorito. Había oído en la calle que era el mejor. Comimos y bebimos, y brindamos por su futuro en España y su ansiada colaboración con los niños y mayores de su país. 

El día que conocí a Musa no fuimos conscientes del camino apasionante que íbamos a emprender. Sería el comienzo de una historia de una franca, limpia y sencilla de amistad. Una amistad libre de prejuicios, una amistad libre de impedimentos religiosos. Una amistad libre de prejuicios sociales, una amistad libre de ideologías. 

Musa llegó a ser uno de mis grandes amigos. Un amigo de la vejez. Me ayudó a superar la más difícil etapa de mi vida. Ocupó una importante parcela de mi viejo corazón, y sin que yo llegara a saberlo ocuparía un lugar de preferencia, un asiento entre mis propios hijos y nietos el día de mi funeral. 

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