Opinión

Mirando al futuro

Habíamos buscado un bar agradable. Íbamos a charlar sin reloj y sin móviles. Nos sentamos en una terraza cubierta que ocupaba gran parte de la ancha acera. Cada vez que entro en una de estas terrazas me siento como un champiñón en un invernadero. 

Sin embargo, esos sentimientos ni siquiera asomaron en mi mente. Mi ser navegaba por otras estancias. Estaba con una mujer que me resultaba enormemente agradable. Simpática, interesante, inteligente y francamente guapa. Estaba encantado. Era fascinante. Deliciosa. 

Una ráfaga de aire puro y fresco llegaba a mi vida. Resurgía la primavera. 

Mientras hablaba pensaba en su arrebatadora sonrisa. Que voz tan cálida y envolvente. ¡Que expresiva es! Me encanta oírla. Me quedaría escuchándola el resto de mi vida. Llevaba mucho, mucho tiempo sin encontrarme tan tranquilo. Me sentía relajado y feliz. Simplemente hablando con alguien que merecía la pena. Estaba ganando tiempo a mi vida después de haber estado salpicada de pérdidas de tiempo. Por primera vez, no solo lo recuperaba, sino que conquistaba mi propia existencia. 

La escuchaba con una profunda admiración. Estaba ensimismado. La contemplaba con deleite. Todo mi ser se explayaba con una paz infinita. Me sentía pleno y dichoso. Mis músculos, por fin, estaban relajados. Hubiera querido detener el tiempo. Prolongar nuestra reunión hasta el final de los días. 

Nos quitábamos la palabra. Yo estaba deseando contarle toda mi vida, y creo que a ella le ocurría lo mismo. Parecíamos dos niños. 

El tiempo pasaba y recobraba mi espíritu. Extasiado en cuerpo y alma. La admiraba embobado. Tocaba la esencia misma de la vida. La paz, la tranquilidad y la alegría me inundaban.

No recordaba encontrarme tan pletórico. Parecía que nada podía enturbiar unos instantes tan sumamente agradables y encantadores. Esta mujer me había hechizado. —¡Es posible encontrar la felicidad y la dicha!, me decía.

De pronto, llegaron a mi mente otros instantes felices que había pasado siendo joven. Todo estaba debidamente enterrado en cavernas escondidas y silenciadas de mi cerebro. 

Inmediatamente después empecé a sentir una sensación de malestar. 

El miedo se apoderó de mí, un terror espantoso. Una turbación que sacudió hasta lo más recóndito de mi alma. La angustia me provocó un sudor frío. El corazón palpitaba desacompasado. Experimenté una auténtica revolución en mi cabeza, en el estómago. Todo mi cuerpo estaba siendo hostigado y asediado. Estaba acorralado. La ansiedad, el miedo y el desasosiego dominaron todo mi ser. 

Una fuerza que no parecía natural me oprimía el pecho. Creía que me iba a morir. No podía respirar. No podía tragar saliva. Sentí sacudidas y empecé a temblar. Me inundaba el deseo de salir corriendo. Ella me miraba extrañada. Todo fue muy rápido. Asustada me preguntó: —¿Qué te pasa? —¿Te encuentras bien?, dijo acariciándome el brazo. Quise contestar, pero no pude. La falta de aire en mis pulmones me impedía hablar. No podía mover la cabeza para expresar signo alguno. Estaba atenazado física y mentalmente. 

Y sin poder salir del agujero, los mareos me invadieron. Todo a mi alrededor se movía. No tenía asidero. Iba a caerme. El vértigo aumentaba. El desvanecimiento era inminente. Nada podría impedir que me desmayara de inmediato. Iba a desfallecer. Había perdido el control de todo mi ser. Me precipitaba al abismo a gran velocidad. ¿Moriría?

Con suavidad acercó su silla y se arrimó a mí. Me acariciaba las manos. Estaba conmigo en silencio. Sacó un pañuelo de su bolso y me lo pasaba con una ternura infinita por mi empapada frente. 

En unos minutos el estómago se había dado la vuelta. Las náuseas rondaban a mi alrededor. Sentí que me dividía en dos. Una parte de mi cuerpo se separaba de mí. 

Y entumecido como estaba, empezó un hormigueo por mis piernas, brazos y especialmente en pies y manos. 

Ella continuaba a mi lado. Apartando su desconcierto, insistía con delicadeza procurando que me serenara y calmara. No dejó de asistirme en mi dramática travesía con suaves caricias y muestras de cariño. 

Por fin, volví en mí. Me sentía como un hombre apaleado. Estaba maltrecho. Física y psíquicamente machacado. 

Ella me miraba confundida y sorprendida. No entendía qué había sucedido. Yo sí. 

Le acompañé a su casa pidiéndole disculpas por todo lo sucedido. —Algún día te contaré todo. 
Cuando la dejé en su casa pensé: ¡Ella es diferente! La fortuna ha regresado. ¡Me vuelve loco!
Ya en mi dormitorio recordé la razón de mi ataque de pánico. Había sorprendido a la que era mi mujer en nuestra cama con otro hombre. 

Sabía que era cuestión de tiempo y ayuda. 

Había encontrado a la mujer que me ayudaría a superar mi desventura particular. Esa noche soñé placenteramente. Con ella.

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