Opinión

Con las manos llenas

Después de su fracaso matrimonial había brujuleado. Picó y volvió a picar de flor en flor. Se casó por segunda vez tras vencer sus múltiples reticencias. 

Era feliz. Pero, una tormenta amenazaba en el horizonte. A los dos años de su boda le diagnosticaron una esclerosis lateral amiotrófica. 
Todo lo que era Carlos quedó atrás. Un espejismo. Una evocación. Una reminiscencia. Un vago recuerdo.
La vida llena de viajes, diversiones, placeres, alegrías y comodidades se interrumpieron bruscamente. Quedaron suspendidos para siempre. Y con ellos, los que le acompañaban en su radiante existencia.

Cuando María se enteró fue a visitarle. Guardaba un secreto. Estaba enamorada de él desde hacía mucho tiempo. Incluso, antes de que se casara por segunda vez. Durante años había intentado olvidarle sin éxito. Le quería con locura. Pensaba que la vida le daría una ocasión de demostrárselo. La oportunidad había llegado. Nunca pensó que sería así, pero al fin podría quererle. Después, ganaría su corazón.
Le prestó apoyo. Se brindó para estar con él en sus horas bajas. Todo lo que quisiera. —Sabes mi teléfono. Llámame cuando quieras, y aquí estaré.

Él, desengañado de la vida, declinó la invitación. Desconfiaba. Estaba herido. A la terrible enfermedad se sumaba el abandono de los que creía sus amigos, sus inseparables. Sus incondicionales. Su segunda mujer fue de los últimos en dejarle.

Desesperanzado y desencantado de todo y todos, rechazó su ayuda. Ella insistía. Iba. Volvía. Día a día fue venciendo su férrea oposición. 

A su muerte, Carlos dejó una larga carta escrita en su ordenador gracias al movimiento de sus ojos. La epístola decía así: 

Solo estuve a tu lado nueve años. Nueve años que me han marcado. Me los llevaré conmigo. Los años más maravillosos al lado del amor de mi vida. 

Cuando supe que estabas enamorada de mí, me negué a aceptarlo. ¡María, enamorada de mí! Era consciente de que había sido un hombre inteligente. Pero ¡ahora!, un hombre listo e instruido sin poder expresar lo que quería, pensaba o sentía. Un hombre activo, agazapado, sin movimiento. Un lector y conversador sin poder articular palabra. Un hombre que apreciaba las comidas de amigos sin poder comer ni beber. 
Paralítico de pies. Paralizado de manos. Imposibilitado de piernas. Inmovilizado de brazos. En una silla de ruedas. Sofisticada, sí, pero una silla de ruedas. Y todo, para terminar en una cama.

Y, con todas las limitaciones inimaginables, viví contigo con intensidad desusada cada hora del día. Abrí mi alma. Te entregué mi corazón sin reservas. Compartí silencios, sufrimientos y dolores. 

Qué carencias tan inhumanas. Cómo he deseado en estos años abrazarte con todo el entusiasmo e ímpetu de mi cuerpo, mi corazón y mi alma. Tu cuerpo desnudo junto al mío. Besarte con devoción cada comisura de tu piel. Sembrarte de caricias. Amarte sin medida. Tu esbelta figura despertaba en mí un erotismo desbordante, inacabable. Y nada pude hacer. Una y otra vez.

Mi inmovilidad radical aumentaba mi deseo apasionado. Mi entusiasmo por ti no ha dejado de crecer. 

Espiritualmente fuiste mía. Nunca jamás, otra mujer fue tan deseada. He robado horas a mi sueño para admirar y recorrer mentalmente tu grácil estampa. Noche y día pensando y agradeciendo tu decidido, resuelto y bravo sacrificio. Tu amor con mayúscula. Tu amor verdadero. Tu amor sin igual. 

Nunca una vida, un alma y un corazón han estado tan volcados y entregados a una mujer como han estado los míos. Todos mis pensamientos han sido solo para ti. Todo mi espíritu...

María, has sido una bendición en mi vida. Has oído a través de un enlatado sintetizador, las palabras más tiernas salidas directamente de mi corazón enamorado. Nunca una mente ha estado tan repleta de la presencia de una mujer como ha estado mi pensamiento de tu persona. A falta de algo material, mi espíritu ha sido para ti, sin que nada ni nadie te robase un instante.

Tu vida a mi lado, María, ha sido de una atrevida entrega y una generosidad rotunda y determinada.

Recuerdo que cuando cumplimos cinco años juntos me dijiste las muchas veces que habías deseado estar conmigo. Y ahora, era tuyo y solo tuyo. Y te sentías privilegiada. 

Pero sé que, en ocasiones, te asaltaron sentimientos contradictorios. Por un lado, tu confesa felicidad de estar conmigo, y por otro, tu inmenso dolor al verme. Decías que te helaba la sangre ver mi sufrimiento. Ver mi incapacidad. Ver mi nadería. 

En una ocasión, tu hermana te echó en cara lo tonta que eras malgastando tu vida conmigo. Me criticaba al haberte ignorado cuando estaba bien. Y tú, una vez más, me defendías. Te lamentabas diciendo: —Creo que nunca ha llegado a entenderme. Dudo que lo haga alguna vez. Y se extrañaba de tu infinita paciencia. En efecto, no te conoce. Siempre me decías: —Nuestro tiempo es un suspiro. Debemos vivir intensamente. Han sido tantos los deseos acumulados de amarte que agradezco a la vida el tiempo vivido contigo. Y de verdad me has querido con toda tu alma. 
Habías estado y sigues loca por mí. Sigues profundamente enamorada y te sientes dichosa solo por vivir a mi lado. Solo unos ingenuos y candorosos ojos como los tuyos no veían el desecho de hombre en el que me había convertido, sino el hombre del que estabas enamorada.
Creí durante muchos años de mi vida ser rico. Nunca me faltaron los bienes materiales. Los compartí con los que consideré mis amigos durante años. 

Ahora, enfermo y derrotado por la enfermedad, me voy de este mundo dejando el mayor amor que nunca pensé en alcanzar. Has permanecido junto a mí. A mi lado en los momentos más complicados. En los más adversos. Eres una mujer extraordinaria. Tu corazón se desborda e inunda tu frágil silueta. 

Gracias a ti, María, durante los largos años de mi penosa, irremediable y degenerativa enfermedad, y conociendo mi predestinación, no he deseado morirme. ¡Ni una sola vez!

No soy un hombre fuerte, ni admirable. Tampoco soy un tipo valiente. 

Sí, soy un pobre hombre enfermo. Nada en mi cuerpo, salvo mi cerebro, responde. ¿Cómo es posible que sea dichoso y bienaventurado?
Tu nombre, María, es la respuesta. Gracias a ti he sido un hombre afortunado. 

Me has hecho sentirme libre cuando estaba cautivo, preso y encadenado dentro de mi cuerpo. He sido libre para amar como nunca he amado. 

No hemos paseado por los verdes prados, no hemos escalado montañas, no hemos varado las aguas de los ríos, no hemos saltado las olas, pero en mis pensamientos he ido más allá contigo. Gracias a ti he tocado el cielo. He vivido en el paraíso. 

Me voy de este mundo. Pero, me voy con una inmensa paz. Me voy con las manos llenas. Me voy esperando reencontrarme contigo. Me voy para volver a vivir a tu lado, libre de cadenas. Adiós, mi amor. Hasta pronto.

Comentarios