Opinión

Hombres buenos en tiempos revueltos

Desde primera hora, apenas despuntaba el alba, empezaba el carrusel incesante de personas. Era un no parar. Gente diversa de procedencia y destino. Trabajadores madrugadores. Amas de casa. Jubilados. Estudiantes. Otros, sin adscripción alguna.

Un constante y permanente bullicio. Entraban y salían. Una familia entera colaboraba para que todo funcionara como debía. Todo a punto gracias a dos contratados más. 

Trabajaban mucho y muchas horas. A cambio, recibían parte de sus vidas. Lo que se dejaba cada uno en el pequeño local, convertido en un privilegiado puesto de oteador. 

Coincidían todos en el pequeño habitáculo, convirtiéndolo en el lugar común, en el encuentro del ir y venir de sus habitantes.
Eran partícipes de sus ilusiones a través de sus expresiones y gestos. De sus alegrías frente a batallas ganadas. De sus malas y desencajadas expresiones tras guerras perdidas. Historias de éxito. Crónicas de fracaso y desilusión...

Y de pronto un día, el ruido fue sustituido por un silencio aún más ensordecedor. 

Dejaron de ser testigos silenciosos de los amores rotos. Los abrazos de reencuentro. Los desengaños amorosos. Las invitaciones, los saludos, los golpes en la espalda. De los encuentros, los reencuentros y las citas. De las discusiones, las miradas de los enamorados y los besos robados...
Los bares fueron obligados a cerrar sus puertas. Despachaban los cafés al estilo americano. 

Los clientes en las calles disimulaban hasta juntarse, hablaban en bajo, casi susurraban. Formaban pequeños corros... La sordina, la circunspección, la inexpresividad y la incomunicación seguían ganando la batalla. 

Tras la tristeza llegó la ruina.

Un día, un hombre de edad avanzada con atuendo descuidado puso un billete de 100 euros encima de la barra. Anunció que volvería algún día a tomarse un café.

El dueño del bar intentó detenerle emocionado con su gesto, pero salió sin dejar huella. 

Las preguntas a todos sus clientes dieron su fruto. Consiguió saber su nombre. En una de las mesas vacías de su establecimiento colocó un papel con el siguiente mensaje: ’Mesa reservada para una persona excepcional’. A continuación, escribió su nombre. 

La acción se propagó como la pólvora en la pequeña ciudad. Y las imitaciones, aunque en pequeña medida, se sucedieron. 

Un año después, la vida ciudadana despertaba lentamente del letargo impuesto. Pausada, pero decidida, recuperaba el aliento perdido. Con fuerza y vigor resurgía la calle, los parques, los bares...

Solo una persona dejó de aparecer en el animado bar. Su cliente más distinguido. El predilecto. 

Cuarenta días después, un cliente informó en el bar de su defunción. 

El día de sus exequias lo enterraban con la compañía de sus únicos tres alejados parientes. 

Sacerdote y enterrador intercambiaban miradas cómplices de dolor y aflicción por la falta de amigos que le dieran al desdichado un último adiós. 
A solo dos metros de distancia una multitud de personas desconocidas se unieron a rendirle un último homenaje. 

El bar El Encuentro había colocado un gigante cartel en el que se leía Cerrado por defunción e invitaba a darle un homenaje póstumo a un hombre desconocido. A un hombre bueno y generoso.

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