Opinión

Han venido los Reyes Magos

¡Han venido! La habitación estaba llena de globos y debajo de cada uno había un regalo. Entre los muchísimos presentes, habían dejado ¡por fin! un teléfono móvil. Era feliz. Todos los niños de su clase lo tenían. Lo había conseguido. 

Enseguida y dejando de lado los demás regalos, empezó a navegar. Sabía tanto como sus amigos, aunque él había esperado mucho más que los demás para tenerlo. Le encantaba recorrer una página y después otra. Era un nativo digital. Era, además, sociable, muy abierto y simpático. No tenía problema en hablar con quien fuera. 

En pocos días había explorado la red. Tras recorrer decenas de foros, llegó a ser muy amigo de una niña que se llamaba Laura. Hablaban de todo. Se entendían. Incluso, a veces, se adelantaba a sus deseos, sus quejas. Se notaba que tenían las mismas preocupaciones en el colegio y en casa.

Tenía su misma edad: nueve años. 

Un día, Laura le pidió que le mandara una foto suya. Estaba emocionado y se la mandó. Él, más tímido, no se atrevía a pedírsela. Finalmente, transcurridos cinco días se la pidió. Era una niña de apariencia dulce. Una larga melena rubia y unos ojos entre azules y verdes. Era muy delgadita. Gonzalo soñaba con ella.

Su madre le preguntó quién era. –Es una prima de Elena, contestó sin vacilar. –El curso que viene vendrá al colegio, añadió. 
Fuera de las aulas, estaba todo el día con el móvil en la mano.

Contestaba inmediatamente a los mensajes que le enviaba. Seguían intercambiándose fotos y algún vídeo. 

Un día, Laura le pidió que salieran del foro en el que estaban. Lo hizo sin reparo. Sabían sus teléfonos y se relacionaban por WhatsApp. Habían decidido no llamarse por teléfono. Pasados quince días, Laura le pidió una foto un poco más íntima. Cuando entres en la ducha me mandas una foto. Él estaba un poco avergonzado, pero accedió a la petición. Y una vez concedida la primera imagen siguió cumpliendo sus peticiones cada vez más comprometidas. 

La madre de Gonzalo entraba en su habitación con naturalidad. Se sorprendió cuando su hijo dio un respingo con el móvil entre las manos. –Me has asustado mamá. Llama cuando vayas a entrar. Su madre, perpleja, pensó en contárselo a su marido, pero el conato de incendio por la avería de la batidora provocó un olvido definitivo de la anécdota. 

Mientras tanto, Laura le prometía una sorpresa. Y así, una noche le envió unas fotos eróticas que dejaron descolocado a Gonzalo. ¿Cómo era posible que hiciera esas cosas? Parecía incluso más pequeña. Tenía una cara dulce e inocente. ¿Dónde habría aprendido tanto? –Soy tonto. Parezco un niño, se dijo. –Tengo que espabilar. Algunos amigos ya me lo han dicho. 

Los intercambios subían de tono. Laura enviaba y le exigía la réplica. Y Gonzalo cumplía. Estaba anonadado. Para no quedar atrás, Gonzalo empezó a mirar pornografía. Tenía que informarse y aprender. Adelantarse por una vez a los deseos de Laura. Sus compañeros de clase sabían más que él. Y así, revisó una página y otra. Absorbía como una esponja. 

La madre de Gonzalo no dejaba de entrar todas las noches. Y volvían a repetirse los sustos ante su presencia. Sin embargo, no sospechó nada del buen comportamiento de su hijo. Siempre había sido obediente, responsable y estudioso. Nunca les había dado un disgusto.

Dos meses después Laura le invitó un sábado por la tarde a un parque al que normalmente iba a jugar al fútbol con sus amigos.

Gonzalo les dijo a sus padres que se iba a jugar, pero en realidad se iba a encontrar con ella. –No te entretengas, y regresa cuando terminéis de jugar, le dijo su madre, que se quedó con la mosca danzando alrededor de su cuerpo.

Una vez en el parque, Gonzalo la buscó. No había ninguna niña que respondiera a la imagen que tanto había mirado y tenía grabada en su cerebro. Conocía no sólo su cara, sino su cuerpo entero. A veces, en posiciones muy comprometidas. –¿Dónde estará? ¿Le habrá ocurrido algo?, se preguntaba. Cuando iba a marcharse, se le acercó un hombre mayor. Tendría unos cincuenta años. Le puso la mano en el hombro y le dijo: –

Soy el tío de Laura. Estaba con fiebre y me ha pedido que te diera unas fotos. 

Gonzalo estaba incómodo. –¿Como era posible que Laura confiara en su tío para entregarle a él unas fotos? ¿Por qué no le avisó antes de salir de casa?, pensó.

Sentados en un banco apartado, el hombre le enseñó un sobre. Al abrirlo empezó a enseñarle las fotos que él llevaba meses mandándole a Laura. Estaba enfadado. Eran de Laura y no quería que nadie, salvo ella, las viese. –Supongo que no querrás que tus padres vean estas fotos, prosiguió. Gonzalo no entendía nada. –¿Por qué tenía sus fotos el tío de Laura? ¿Sería policía? –Ven conmigo y no las verán nunca. Si te vas a tu casa, las recibirán esta noche. Tú decides, añadió en tono amenazante.

Gonzalo se sobrecogió. Asustado le preguntó: –Y Laura, ¿dónde está? Me voy a mi casa. Mis padres me esperan. –No tan deprisa amiguito, repuso su tío. Y añadió: –Yo soy Laura. Un escalofrío recorrió su pequeño y delgado cuerpo. Gonzalo sintió miedo. Quería llorar. Estaba temblando. Recordó lo que le había dicho su madre. Debía regresar pronto. –¿Qué hago?, se preguntaba. Había caído en una trampa. Su idolatrada Laura no existía. O peor aún, era un tipo de aspecto que le parecía, cada momento que transcurría, más repugnante. 

Miró a su alrededor, pero no se veía a nadie. Había caído una niebla baja y muchos se habían retirado hacia los centros comerciales para pasear. –

Si, al menos, no hubiera mentido a mi madre, pensaba. Iba a empezar a llorar. Sentía pánico. –¿Qué hago?, volvió a preguntarse. 

Mientras, no lejos de allí, tras recoger la cocina, su madre acompañada y envuelta en la modorra propia de la ocasión, hizo lo que su cansado cuerpo le invitaba: ver una película intrascendente en la televisión, y con suerte, cabecear en el sofá. Pero, no cabeceó. Se puso en estado de alerta. La trama relataba los avatares angustiosos de una niña de ocho años que quedaba atrapada en una red de pornografía infantil tras navegar incansablemente en el ordenador. 

Y de pronto acudieron a su mente los respingos de Gonzalo al entrar en su habitación, las buenas noches, la confianza excesiva depositada en su hijo… solo tenía nueve años…

Saltó de la misma manera que su hijo. Cogió lo primero que encontró, y salió disparada hacia el parque. En el campo de fútbol no estaba. Eran unos preadolescentes los que allí se encontraban. El corazón se le salía. La adrenalina agitaba y aceleraba, aún más, su paso decidido y enloquecedor. Corrió. Miraba. Escudriñaba los rincones y los recodos. Había repasado todos los bancos del parque. Su vista se nublaba con la afluencia de lágrimas. ¿Qué había hecho? ¿Cómo era posible que después de su negativa al móvil se hubiera relajado? Corrió más. Se temía lo peor. Volvió a recorrer el parque. Y, cuando se iba a dar por vencida le vio. Iba en compañía de un hombre mayor. Le llamó. Gritó su nombre y corrió. Nunca había corrido tanto. Lo hacía desesperada. El hombre que le acompañaba dudó, y al verla gritar, también corrió. 
Al llegar junto a su hijo le abrazó. Gonzalo estaba blanco. Temblaba. Al abrazar a su madre, rompió a llorar. Inmerso en un ataque de pánico e histeria, lloraba sin parar. 

Tras denunciar los hechos, y de vuelta a casa, sus padres reiniciaron su educación. 

Los Reyes Magos volvieron a su hogar. Ya nunca olvidarían las verdaderas necesidades de quien escribía las cartas con tanto anhelo. Había que velar por él no solo el día en que se depositaban los regalos. Había que mantener viva la luz y la belleza de la noche de la ilusión.

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