Opinión

Fue un segundo

¿Quién no ha bebido alguna vez? Algunos, incluso más de la cuenta.

Al menos eso es lo que yo hice durante mi juventud. Cuando mis padres me decían: —No bebas tanto. —Aprende a beber.  A veces les respondía, pero siempre pensaba: —Ya me están rayando. —Creen que pueden decirme qué debo y no debo hacer.

Me independicé, me casé, tuve hijos y seguí oyendo la misma matraca. La misma música con distinta letra: —Bebes con exceso. —Debes dar ejemplo a tus hijos. —Ten cuidado. Y yo seguía pensando: —Se morirán siendo unos exagerados.

Como cada día llevaba a mis dos hijos al colegio. Cuatro viajes: dos por la mañana y dos por la tarde. 
Conocía el trayecto con los ojos cerrados. 

Había terminado de comer. Tenía el estómago revuelto, lo que no había impedido que bebiera dos cervezas de aperitivo. Con la comida, mi marido y yo, habíamos bebido dos vasitos de vino cada uno y, después de comer tomé una copita de anís para ver si me aliviaba el dolor de tripa. 

Llegué al colegio y tuve que dejar el coche a dos manzanas. Había tantos coches como niños.

Mis dos hijos Andrea y Luis, de seis y cuatro años, salían emocionados. Las profesoras estaban preparando una obra de teatro para las Navidades, y tenían que ir disfrazados. Querían elegir su disfraz de ovejita y pastora. Y lo querían ya. 

—Hoy no me encuentro bien, les dije. —Si queréis vamos mañana. —Por favor mami, por favor, llévanos, me decían con su boca pequeña. Entendí que para ellos mañana era una eternidad: —Está bien. Iremos.  

—Mamá, vamos ya, me decían. —No, no. Primero tenemos que aparcar el coche. Lo dejé en doble fila. Si no lo quito, nos pondrán una multa. Tardaremos solo un minuto. Ahora encontraremos un sitio, lo aparco y volvemos de inmediato. Además, tengo la merienda dentro. —¡Meteos! Sentaos bien y comed el plátano. Acabadlo deprisa y así entraremos en la tienda con la merienda terminada.

Arranqué y antes de llegar al primer semáforo mi hijo dijo con nerviosismo: —Mamá, ¡ayúdame que no puedo pelarlo! Me volví solo un segundo y de pronto oímos un terrible ruido y el coche saltó por los aires. —Mis hijos, mis hijos, repetía. Noté que sangraba. Me metieron en una ambulancia. No podía ver a Andrea y Luis. Cuando desperté en el hospital seguí preguntando: —Dónde están mis hijos? ¿Qué ha pasado? Solo recuerdo que chocamos. —Tranquila. Ha tenido un accidente. ¿Se acuerda? —Sí, pero ¿cómo están mis hijos?, le pregunté a una enfermera. —Ahora entran sus padres, me respondió. 

Mis padres entraron llorando y me abrazaron. —Pero ¿qué ha pasado?, les pregunté excitada. —Tuviste un accidente. Saliste disparada por el cristal de delante. Habías bebido. Al entrar en el hospital te hicieron una prueba de alcoholemia y diste positivo. —¡Qué horror! ¿Dónde están los niños?, insistí. —Ahora debes tranquilizarte y recuperarte. —Ya, pero ¿dónde están los niños? ¿Les ha pasado algo? 

Mi madre tomó la palabra: —Ha sido terrible. Andrea está bien, pero Luis saltó. Su pequeño cuerpo chocó con tu asiento. —¿Cómo está?, dímelo por favor. —El golpe fue tan fuerte que se desnucó, pero Andrea está muy bien. Ni siquiera tuvo un rasguño.  

Veintiocho días después salí del hospital. Estaba físicamente completa y entera. 

Sin embargo, mi alma estaba taladrada. Me faltaba lo más importante. Un agujero que nunca volvería a llenar. Moralmente destrozada. Deshecha para el resto de mi vida. 

Me enfrenté a mi marido que me recriminó lo que había hecho, aunque él bebió lo mismo que yo, y no fue a recoger a los niños al colegio. No esperó para tomar importantes decisiones. En esos momentos de una radical desolación, de una total desesperación, arrancó de mi vida uno de los escasos consuelos y gozos para poder seguir viviendo. Se había ido de casa con Andrea. Me espetó que era una madre irresponsable y mala. A partir de entonces lucharía por permanecer con la única hija que nos quedaba. 

Le fue fácil quedarse con ella. Ahora me enfrentaba a mi responsabilidad penal. Mi conducción bajo los efectos del alcohol me señalaba como autora de la muerte negligente de mi hijo Luis, de cuatro años.
Desde entonces vivo en un bucle queriendo dar marcha atrás en mi vida. Una tarde cualquiera, un dolor soportable, un mal aparcamiento, una multa, un plátano, una compra de disfraces, y sobre todo esas cervezas, esos vinos y esa copita… Tendré que sobrevivir con esto el resto de mi existencia. Y tendré que hacerlo sin la presencia de aquella que es mi baluarte y mi fortaleza. Lo único a lo que me puedo aferrar para continuar viviendo, mi hija Andrea.

¡Qué razón tenían mis padres!

Comentarios