Opinión

Conquista diaria

Nunca, en toda mi vida, aun cuando pierda la cabeza podré olvidar tanto amor». 

Estas palabras tuyas las oigo repetidamente y las actualizo en mi cerebro. Templan mi alma y mi espíritu. Me infunden la fuerza necesaria para continuar la lucha. A veces, una guerra sin cuartel que desgasta y consume. 

Para que mi amor no envejezca tomo y repaso nuestras fotografías. Toda una vida delante de mis ojos. Pienso en lo que nos hemos querido. Amigos y cómplices en busca de un destino común, acompasando los latidos de nuestros corazones. No he dejado de conquistar tu corazón ni un solo día. Esa era mi gran tarea. 

Empezaste con algún despiste y antes de que supiéramos qué te estaba sucediendo te sumergiste en las cavernas oscuras de tu cerebro, en la terrible enfermedad que te privaba de tus recuerdos y la memoria de tu vida y de los tuyos. 

Todo ha sido muy rápido. En poco tiempo has olvidado a tus queridos hijos y nietos. También a mí, el que era el hombre de tu vida.

No sabes andar, ni tampoco tragar. 

Les pedí a nuestros hijos que nos trajeran una botella con el agua del océano en el que nos bañábamos todos los veranos.

También nos regalaron un bote con la fina y blanca arena de la playa. 

Solo le pido a los cielos una cosa: que me dé vida para poder cuidarte hasta tu último viaje. Solo entonces podré marcharme en paz.

Hemos chapoteado nuestros pies en el agua salada y hemos jugado y acariciado nuestras manos dentro de la arena. No entendías, pero una sonrisa apareció en tu cara pálida, sin colorete. Un rostro que me enloqueció cuando te vi por primera vez. Unos ojos perdidos ahora, pero chispeantes y que me atraían tanto que no podía dejar de mirar y admirar. 
El otro día te acompañé a la cama como he hecho tantas veces durante los cuarenta y seis años de vida matrimonial. Lo nuevo fueron tus gritos rompedores: —Váyase de aquí. ¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado permiso para entrar en mi cama? Voy a poner esto en conocimiento de las autoridades competentes. Policía… Vengan a socorrerme. Hay un hombre en mi cama. No le conozco. ¡Váyase! 
Cuando te metí en la cama salí de la habitación. Esperé a que te durmieras. 

Esta cama ha sido testigo de una pasión, de una belleza y de una sublimación del amor que yo sí recuerdo. 

Al regresar, había vuelto mi ángel. Serena, plácida y dulce. Me metí en la cama. A tu lado como siempre. Un montón de lágrimas afloraron de golpe. La angustia, el temor y la zozobra que me causa ver a quien es mi verdadero amor, a quien profeso devoción y quiero con toda el alma rompe mi espíritu en mil pedazos. 

Más sosegado, empecé a acariciarte como he hecho tantas veces, con la misma ternura que solo tú me has inspirado. 
La llama sigue viva y ese calor que templa mi ánimo, mantiene viva mi esperanza. Me reconforta. Me infunde fortaleza y sosiego.
Me acerco a ti como un padre tembloroso a la cuna de su hijo. El silencio y el respeto me guían para ayudarte en el aseo diario, en darte las comidas ante tu radical desvalimiento. Acariciar tu pelo, rascar suavemente tu cuero cabelludo, tomar tu mano para calentarla entre las mías. Sentirte mía una vez más. 

Solo le pido a los cielos una cosa: que me dé vida para poder cuidarte hasta tu último viaje. 

Solo entonces podré marcharme en paz.

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