Opinión

Alicia

Tengo que llamar a Alicia mañana para contarle...

Tras pasar la tarde noche en urgencias con mi hijo de dos años, me entregué por la mañana temprano a un baño relajante. Lo merecía. Puse en la bañera de hidromasaje una bola de espuma y me sumergí. No tenía prisa por salir. Mi marido se ocupaba del niño. Aliviada, ajena a las llamadas que saturaban mi móvil. Salí del baño hora y media después dispuesta a comerme el mundo. Estaba nueva. 

Tras vestirme y desayunar cogí el móvil. Era Alicia. Qué casualidad. Iba a llamarla. Qué sabrá para llamarme con tal insistencia, me pregunté. 

La llamé de inmediato. Comunicaba. Repetí la llamada. El mismo resultado. Y así catorce veces.

Cogieron el teléfono. No era Alicia. Era su padre visiblemente nervioso.

No medió ni un saludo. Me rogó que fuera corriendo a su casa. ¡Una desgracia! ¡Una tragedia!, gritaba. Todo es horrible. ¡Que terrible! ¡Que mala suerte! ¿Por qué nos ha tenido que ocurrir esto? 

Me puse el abrigo y salí de inmediato. 

Mientras corría por la calle mi recalentado cerebro trataba de adivinar qué había podido suceder. En diez minutos estaba llamando a su puerta. Yo sabía que Jaime, su marido, estaba en China por cuestiones laborales. 

Alicia y yo éramos amigas desde pequeñas. Fuimos al mismo colegio desde preescolar. Hicimos Derecho en el CEU de Madrid. Compartimos apartamento para tranquilidad de nuestras respectivas familias. Para más similitud nos casamos con dos grandes amigos desde niños como nosotras. Formamos un cuarteto perfecto. Ella tenía dos niños y yo solo tenía uno hasta ahora. La única diferencia desaparecería en cinco meses porque yo estaba esperando otro y ya estaba de dieciséis semanas. 

Me abrió su padre con los ojos ensangrentados como dos puñales. Y me espetó: «Javier murió ayer en el baño». ¿Qué? Pero ¿Qué ha pasado?, pregunté. Alicia estaba bañando a los niños, contaba entre sollozos, llamaron al telefonillo, y a continuación fue a abrir la puerta. Mientras abría, inexplicablemente el pequeño se ahogó. A duras penas nos llamó. Estaba histérica. No entendíamos lo que decía. Vinimos de inmediato. Te llamamos. Alicia estaba fuera de sí. El médico que vino confirmó la muerte del pequeño y le dio un tranquilizante para dormir. Llevamos aquí desde entonces. Ya sabes que Jaime no está en casa. Está volando desde China, y llegará por la noche.

La situación más difícil de mi vida iba a vivirla de inmediato. Era mi gran amiga, mi única y verdadera amiga. Entré en su habitación, estaba en la cama. Me acerqué a ella, nos abrazamos y lloramos. No soy consciente del tiempo que pasó. 

Cuánto nos habíamos reído juntas. Era una provocadora de risas sin fin. Pensar en ella era rememorar grandes momentos. Los más maravillosos y entrañables de mi vida.

Ahora tenía ante mí a una mujer rota. Desecha. Destrozada. Despedazada. Sus ojos nunca recuperarían el brillo que tenían. Jamás su carácter volvería a ser tan alegre, divertido y optimista. 

Yo siempre me había apoyado en ella. La vida me brindaba la posibilidad de devolverle lo mucho que me había dado a lo largo de los años. Nunca nadie me había necesitado tanto. 

Tenía que continuar con su vida. Una vida al principio sin sentido porque el dolor le impedía respirar. Sin creerme lo que le decía insistía: «Alicia, tienes que levantarte. Tu hijo te necesita. Tu marido. Tus padres. Tienes que vivir».

La vida la había golpeado tan fuerte que me estremecía de pensarlo. A duras penas se levantó. Saqué ropa de su armario y le ayudé a vestirse. Un periodo nuevo y durísimo se avecinaba en nuestras, hasta ahora, alegres vidas… 

Jaime y ella tuvieron dos hijas más. Han pasado más de sesenta del accidente que cambió nuestras vidas para siempre. Su mirada sigue albergando cierta tristeza, añoranza y melancolía. 

Tengo que llamar a Alicia para felicitarle por su noventa cumpleaños…

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