Opinión

Es el fin del mundo

SEGURO QUE conocen, aunque no hayan estado allí, como me pasa a mí, la estatua de La Sirenita de Copenhague. Como no soy danés, no sé por qué la toman con ella, pero debe de ir por su vigésima cabeza. Su decapitación nocturna parece convertirse en un reclamo de prácticas para desequilibrados, faro de ecologistas radicales, imán de antisistemas, fin de trayecto para ultraderechistas, el colmo de los nihilistas, el símbolo a derrocar por los nostálgicos de la República, objetivo fácil para los que vuelven de tomarse unas copas o, me temo, una excusa para cualquiera. De todos ellos no hay que desdeñar a este último grupo ni al primero, que mucho me temo están emparentados. Tal vez nuestra incomprensión ante la manía de segarle la cabeza a la estatua tenga su espejo en la suya cuando ven cómo nosotros nos quemamos vivos una y otra vez. La sirena sin la cabeza y nuestros bosques sin árboles son imágenes muy poderosas que sirven para cualquiera de esos grupos y, con seguridad, para muchos más. Pero insisto: los más peligrosos son los que lo hacen porque sí. Quedan por WhatsApp y queman 50 o 60 hectáreas. Aquel libro tenía razón: el mundo se acaba todos los días.

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