Opinión

La mili, entre el averno y el cielo

UN GÉLIDO día de marzo de 1950, Eduardo Vilanova Gallego, Truhan, vecino de una remota aldea de Friol, cogió sus bártulos y emprendió la mayor odisea de su vida. Llegó a la capital -Lugo- en el carruaje de un vecino, justo a tiempo para coger el tren que lo encaminaría hasta Burgos, lugar que el destino escogió para que cumpliera el servicio militar. No había nadie en la estación para despedir al huérfano Truhan. Aun así, estaba feliz. Lo que se iba a encontrar ahí fuera, en ese mundo enorme y desconocido para él, necesariamente sería mejor que el nido de hambre y miseria del que procedía.

Truhan pronto entabló amistad con sus otros cinco compañeros de compartimento, una jovial cuadrilla de Lugo. Juntos habían de compartir las alegrías y los sinsabores de la vida castrense durante los dos años y pico siguientes. Por ejemplo, en Ponferrada, primera parada del viaje a Burgos. En las estaciones de entonces existía un depósito de agua para abastecer a las locomotoras de carbón; una cadena de hierro colgaba del mismo para que el maquinista vaciase el agua oportuna. Ahí estaba Truhan, convenientemente ‘asesorado’ por sus nuevos colegas, tirando como un orate de la cadena hasta que el depósito se vació por completo. Un caos inenarrable. Consecuencia: día uno de mili -todavía in itinere-, calabozo asegurado... para los seis, ya que Truhan se chivó. Era de la aldea, pero no tonto.

Este auténtico personaje, cuya singular vida es en extremo novelable, personifica lo que muchísimas generaciones de españoles varones vivieron en sus propias carnes: el servicio militar. Año tras año el Ejército de España se nutría de jóvenes a los que, de forma forzosa, convertía en soldados dispuestos a darlo todo por la patria, bien al lado de su casa bien allende los mares (Cuba, Puerto Rico, Filipinas, África...).

ANTECEDENTES. Hasta el siglo XVII, el reclutamiento en España se realizaba a través de levas de gente marginada (vagos, indigentes, menesterosos...) hasta la llegada de los Borbones al poder, momento en el cual se copió el modelo francés. Así, se introdujo el reclutamiento de quintas -de ahí proviene el nombre de quinto-, en donde se elegía por sorteo uno de cada cinco mozos en edad militar. Como existía la posibilidad de pagar para eludir el servicio, siempre eran las clases sociales más bajas las encargadas de defender el país. Thomas Fuller decía que «Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor se escapa por la ventana»; «...y te vas a la guerra», añadiría yo. ¿Alguien conoce el número de pudientes muertos en combate durante la guerra de Cuba, por ejemplo? Sospecho que pocos.

En 1912, el liberal José Canalejas aportó una solución para intentar paliar estas injusticias: el soldado de cuota. Nadie eludiría ya por completo ir a la mili, por aquel entonces de tres años de duración, pero los más acomodados podían abonar unas cuotas para reducir el tiempo de servicio (pagando 1.000 pesetas, diez meses; 2.000, solo cinco). Desde ese instante solo existieron tres formas para librarse de la mili: ser hijo de viuda, tener alguna discapacidad física para la correcta realización del servicio o formar parte del excedente de cupo. Las dos primeras no eran deseables, aunque algunos no le hicieron ascos a tener una ligera escoliosis, los pies planos o ser muy corto de vista.

El proceso de reclutamiento, alistamiento y sorteo era muy complejo y se convirtió en un verdadero espectáculo en todos los pueblos de España, sobre todo durante la dictadura de Franco. Al ser público, allí acudían los mozos, acompañados por sus familiares y amigos, que recibían con más o menos júbilo -y vino- los designios de la ventura. Desde ese instante, los jóvenes perdían su estatus civil y pasaban a la jurisdicción militar hasta el momento de la licencia absoluta. Diversas leyes posteriores fueron acortando tanto la duración del propio servicio como el tiempo de permanencia en la reserva.

LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA. Durante la última etapa del franquismo, aparecieron los primeros casos de objeción de conciencia en España, más por motivos religiosos -testigos de Jehová- que vinculados al movimiento antimilitarista que había ganado fuerza en numerosos países, sobre todo desde la guerra de Vietnam. El Movimiento de Objeción de conciencia (MOC) se creó en 1977 y defendía la desobediencia civil al servicio militar, esto es, la insumisión.

Cientos de miembros del MOC, pacifistas en su mayor parte, fueron encarcelados por los gobiernos de UCD y del PSOE por estas ideas en los atribulados años 70 y 80. La administración socialista de Felipe González se vio obligada a regular la objeción de conciencia, ya que fuera de España la presión aumentaba y no se entendía esta vileza de un partido de izquierdas y ‘progresista’. Así, se implantó la prestación social sustitutoria (PSS) a la mili, que curiosamente tenía el doble de duración que esta, pero la medida no fue suficiente para el núcleo duro del MOC.

Yo, por motivos que contaré en otra ocasión, asistí a las reuniones de este colectivo en Lugo. Se celebraban en el Instituto Masculino y claramente se podía vislumbrar dos facciones: jacobinos y girondinos, metafóricamente hablando. Los primeros departían acerca de ir a la cárcel con total naturalidad, sobre pedir asilo en Irlanda y de insumisión, sin negociar nada. Los otros estábamos allí, como velas que se ponen donde sopla el aire, sin entender todavía que no soplaba el aire donde se habían puesto las velas, como en el dicho de Antonio Machado.

La solidaridad social y política iba en aumento, amén de las dificultades para ejecutar las penas previstas y para lograr el cumplimiento efectivo de la PSS, lo que animó al crecimiento de la insumisión y de la objeción de conciencia, llegando casi a colapsar la capacidad del sistema para salvaguardar la prevalencia de la mili. El Ejecutivo redujo la duración del servicio militar obligatorio, primero de 12 a nueve meses, y luego a 6 meses, en un intento desesperado de paliar la sangría que la objeción de conciencia suponía. En el año 1996, ya con José María Aznar al frente del gobierno, se sustituyeron las penas de cárcel para los insumisos por la denominada ‘muerte civil’, pero el MOC optó por la insumisión en los cuarteles, que consistía en incorporarse a la mili para luego desertar públicamente.

EL FIN DE La MILI. La administración del PP suspendió finalmente el servicio militar obligatorio y la PSS mediante dos Reales Decretos aprobados en el año 2001. Hay la creencia errónea de que la mili ha sido suprimida. La Constitución, en su artículo 30, establece que los españoles «tienen el deber de defender a España». Consecuentemente, lo que aquella ley dejó en suspenso, otra podría activar en el futuro.

¿Qué ocurriría en este supuesto?, ¿qué opinarían los mozos y mozas actuales?, ¿y sus familias? Los jóvenes españoles desconocen casi por completo la mili, según corroboró un estudio publicado hace cuatro años, coincidiendo con la primera década sin el servicio militar obligatorio. Nada hace pensar que las cosas hayan cambiado desde entonces, sino todo lo contrario. Las únicas referencias que tienen son gracias a sus padres y/o abuelos, quienes les hablan de compañerismo, de las amistades que forjaron, del lugar en donde sacaron el carnet de conducir o les enseñaron a leer y a escribir -por ejemplo a Truhan, el muchacho de Friol-. En fin, su otro hogar, en donde aprendieron a convivir con los demás. En cualquier caso, cada vez son menos los padres que vivieron esta experiencia. Sin ir más lejos, en este periódico no fue a la mili ni el Tato, y la mayoría no somos ya unos pollitos, no se crean.

Algunos opinan que a esta generación de pusilánimes -esto es, la juventud actual- les vendría muy bien ir a la mili para espabilar un poco. ¿Pudiera ser? Han crecido con todas las comodidades y con escasas responsabilidades. Todo lo que suene a obligatorio les da repelús. Así que rapar el pelo, vestir uniforme, madrugar, hacer guardias, pegar tiros con el ‘chopo’, acatar... ¡Brrrrr...! Además, sería obedecer a todos: al cabo, al sargento, al capitán, a la prima segunda de este, etcétera. Y de balde. Tiempo habrá en otra ocasión para disertar sobre nuestro Ejército profesional.

LOS APUNTES CANALLAS. Tampoco parece justo obviar los datos negativos de la mili. A algunas personas les rompió la vida -en el ámbito laboral, académico, familiar o social-, para otros supuso un verdadero estrago para la economía de sus familias e incluso hubo quien no volvió. Sí, son cifras que sonrojan a los gobiernos, por eso se intentan solapar, pero en España soldados de reemplazo fallecieron haciendo el servicio militar ¡obligatorio! Algunos sucesos desgraciados no se pueden evitar, dirán unos, pero es indubitable que mucha gente estaba allí por imposición. Y los que murieron no lo hicieron por defender a su patria, sino por nada.

Para Truhan y su cuadrilla, la mili supuso el cielo, tanto que incluso hizo la segunda comunión en Burgos -la primera la había hecho en su aldea, pero mintió como un bellaco para librarse de las guardias-. Para otros supuso un auténtico infierno. Ni los unos ni los otros tuvieron la opción de elegir, era lo que había... y punto.

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