Opinión

Eutanasia: una ley para mortales

Carcedo celebra junto a Ángel Hernández la ley de eutanasias. EDUARDO PARRA
photo_camera Carcedo celebra junto a Ángel Hernández la ley de eutanasias. EDUARDO PARRA

El pasado viernes el Congreso de los Diputados aprobó con un amplio respaldo la primera ley que regulará en España el ejercicio del derecho a la eutanasia o, si lo prefieren, el poder decidir morir dignamente. No voy a hablar aquí de la noticia en sí misma; esto es, de su proceso parlamentario, qué grupos la apoyaron, las reacciones de sus promotores y detractores... No. Voy a abstraerme en una experiencia personal que marcó mi vida para siempre.

Mi hermano Checho vivió deprisa, deprisa y se marchó joven, joven. 41 tenía. La última década y pico de su existencia fue un continuo ajetreo de estancias hospitalarias, batallando contra una enfermedad incurable que, poco a poco, le fue arrebatando la savia y la gallardía. A él y a su familia, especialmente a mis padres, gente sencilla, humilde y generosa cuyo mayor anhelo fue siempre ver crecer a sus hijos "sanos, felices y honestos".

Su último ingreso en la antigua Residencia de Lugo fue, abiertamente lo digo, un encadenamiento de espantos al que no es apropiado aludir. Un día, uno de tantos, el médico nos reunió a los tres hermanos para comentarnos lo que en nuestro interior ya sabíamos, pero no queríamos escuchar:


—La situación es ya irreversible. Lo mejor es que ya no sufra más. Aconsejo sedarlo para que esté tranquilo.

La muerte siempre ha sido un tema tabú y la ley para regular la eutanasia ignoro 
si nos hará más dichosos, pero indefectiblemente sí nos hará más libres

El que haya pasado por esto sabrá de lo que hablo. Es terrible. Saber que te despides de alguien que amas para siempre, que ya no se despertará. Es una herida que jamás se cura. Llamamos a mis padres y todos juntos nos consolamos pensando en que "ya no va a sufrir más, como dicen todos los profesionales sanitarios que lo asistieron" —el magnífico equipo de Hado incluido—.

Me sentí un miserable. Los últimos días en el hospital había estado rezando, rezando mucho. Pero no para que mi hermano se curase —ya sabía que era imposible—, sino para que Dios se lo llevase pronto. No soportaba verlo padecer. A veces, incluso, me parecía que escuchaba mis oraciones y esbozaba una sonrisa, algo insólito en un acérrimo ateo como él.

Pasaron dos días y estaba descansando en casa —esa noche me había quedado yo en el hospital—, pero una premonitoria desazón me recorrió el cuerpo y decidí bajar. Justo en el momento en el que entraba en la habitación, lo vi exhalar su último soplo de vida, cogido de la mano de mis otros dos hermanos. Nuestras lágrimas fueron la sangre del alma, parafraseando al teólogo San Agustín. Y al fin dejó de padecer.

He reflexionado muchas veces sobre esto. Mi hermano tuvo una aceptable —entre comillas, sí, porque le correspondería a él y solamente a él definirla—calidad de vida hasta unos meses antes de su fallecimiento, pero... ¿y si no hubiese sido así? ¿Qué necesidad hay de padecer tanto para acabar muriendo cuando ya no hay esperanza? ¿Podría haber sido dueño de su destino antes de que llegase su hora

No había entonces una ley que legalizara la intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura. Y que la haya ahora no obliga a nadie a valerse de ella, ni tampoco se les impone aplicarla a los médicos cuyos principios morales se lo impidan. La muerte siempre ha sido un tema tabú y la ley para regular la eutanasia ignoro si nos hará más dichosos, pero indefectiblemente sí nos hará más libres.

También me quedó grabado muy adentro lo que alguna gente le decía en esos últimos días a mis padres, destrozados por tanto padecer y ver padecer:

—Es lo que toca. Hay que aceptar las cosas como las manda Dios.

Aunque la Biblia y la Iglesia nos enseñan que "el dolor y el sufrimiento son parte de la vida misma y pueden tener un sentido redentor" y que "la existencia es un don de Dios y solo Él tiene poder para darla y quitarla"... Me niego, no quiero  pensar que ese Dios cristiano, al que mi madre me enseñó a rezar, disponga dicha expiación. La eutanasia es una ley de mortales hecha para mortales. Ni más ni menos.

Comentarios