Opinión

El infierno son los otros

LUCÍA LÓPEZ LEGASPI

EL RELATO sobre el nacionalismo catalán quedó la semana pasada en la proclamación de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat el 12 de enero de 2016. Muchas cosas han pasado desde entonces en la relación bilateral España-Cataluña, y es posible que haya una desinformación por sobreinformación sobre este tema en los medios de comunicación y las redes sociales. Consecuentemente, hablaré de este periodo de la forma más sucinta posible, considerando —eso sí— que «en este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira», según reza la sabia cuarteta del pensador Ramón de Campoamor.

En julio de 2016, la CDC de Puigdemont se refundó y pasó a ser PDeCAT (Partido Demócrata Europeo Catalán). El nou partit se autodefinió en su documento ideológico como (sic) "demócrata, catalanista, independentista, europeísta y humanista". Afirmaba que Cataluña era una nación con derecho de autodeterminación, cuya senda fijada para alcanzar un Estado independiente pasaba por ampliar la mayoría social y agotar todas las vías para un acuerdo sin renunciar a la vía unilateral para alcanzar estos objetivos. Y en esa tarea se puso a trabajar Puigdemont desde el primer día, algo que continúa haciendo desde su exilio, o mejor dicho, desde su refugio en Bruselas.

En junio de 2017, Puigdemont anunció un referéndum soberanista para el 1 de octubre, en el que se le preguntaría a los ciudadanos si deseaban que Cataluña fuera un Estado independiente en forma de república. Parte de la infraestructura para tal fin —comisión de estudio del proceso, compra de urnas en China, campaña de difusión oficial...— ya estaba hecha; faltaba darle validez legal. Primero se aprobó la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República y a principios de septiembre, en una tensa sesión del Parlament, se ratificó la Ley del referéndum de autodeterminación, con el apoyo de JxSí y la CUP.
 
EL REFERÉNDUM DEL 1-O. En los días siguientes, el Estado se defendió: el TC suspendía de forma cautelar las leyes que convalidaban el proceso y la Guardia Civil registraba, confiscaba, detenía... Rajoy daba por "desmantelado" el referéndum. Craso error. El 1-O se celebró la consulta en una alborotada jornada marcada por los enfrentamientos entre los votantes y la Policía, que cumplía la orden judicial de cerrar los colegios electorales. Los altercados dejaron cientos de heridos e imágenes bochornosas. El plebiscito arrojó —presuntamente— los siguientes datos: participaron casi 2.300.000 personas (el 43% del censo), con un 90% de partidarios del sí a la ruptura.

Dos días después, el rey Felipe VI emitió un rotundo mensaje en televisión advirtiendo de la "deslealtad inasumible" hacia el Estado de las autoridades de Cataluña, que «de una manera reiterada, consciente y deliberada» incumplían con la Constitución y con su Estatuto. Asimismo, requería al Estado "asegurar el orden constitucional".
 
EL AMAGO DE DUI. Puigdemont acudió al Parlament el día 10 en medio de una enorme expectación por una posible declaración unilateral de independencia (DUI). Aunque afirmó que "asumo el mandato del pueblo para que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república", propuso a la Cámara suspender sus efectos para dejar paso al diálogo y la mediación.

El día 27, el Parlament aprobó iniciar el proceso que culminaría en una república independiente en un plazo que no se concretaba. Y a partir de ahí los acontecimientos se precipitaron. Rajoy cesó a Puigdemont y a su Govern y convocó elecciones para el 21-D en aplicación del artículo 155 de la Constitución, "una cláusula de salvaguarda del estado de derecho", según José Carlos Cano Montejano, profesor de derecho constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

La vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, asumió las competencias como presidenta de la Generalitat. La Fiscalía se querelló contra Puigdemont y su Ejecutivo por sedición, rebelión y malversación. El expresidente, cinco exconsejeros y otros —verbigracia Anna Gabriel, líder de las CUP— huyeron de España para evitar a la Justicia; otros, como Oriol Junqueras, fueron penados con prisión incondicional —en la que continúa a día de hoy—. EL TC continuó a lo suyo, en este caso anulando la DUI. El juez Pablo Llarena asumió en el Tribunal Supremo (TS) la causa contra el Govern, los líderes de ANC (Assemblea Nacional Catalana) y Ómnium...

El 21 de diciembre, en unos comicios que registraron un récord histórico de participación (79,04%), el constitucionalista Cs fue la fuerza más votada, pero las elecciones las ganó de nuevo el bloque secesionista, que cambió de siglas —otra vez— pero no de ideas. Entre enero y mayo de este año el debate estuvo centrado en el bloqueo del Parlament para decidir su candidato a la presidencia: ora Puigdemont sí, ora no, ora a ver.

El 2 de junio tomó posesión del Govern Quim Torra, lo que rubricaba el desenlace —al fin— a la aplicación del artículo 155 y ‘normalizaba’ la situación política en Cataluña. Torra no hizo —ni hace— otra encomienda que persistir en la ideología fundacional del PDeCAT; esto es, avanzar hacia el soberanismo.
 
CONCLUSIONES. Tras ahondar en el pasado del nacionalismo catalán [Ver nota a pie de página], es el momento de abandonar el modo aséptico para hacer las deducciones, obviamente subjetivas, de sus momentos más cruciales. O dicho de otra manera, de discernir entre la certeza y el engaño, entre los anhelos y las realidades:

1ª. Hubo una guerra de sucesión en España a principios del siglo XVIII entre austracistas y borbónicos. Barcelona se situó en el lado de los perdedores, pero no porque quisiera la secesión, sino por apoyar a los Habsburgo. Algunos soberanistas como el parlamentario de ERC Joan Tardà y su histriónico "Mori el Borbó" distorsionan la realidad, presentando a Cataluña contra España a partir de un hecho diferencial, cuando lo que hay que asumir es que hay muchas cataluñas y muchas españas. La idea nacionalista de una sociedad monolítica es falsa, según argumenta el historiador García Cárcel.

2ª. Ser una república no conlleva per se gozar de mayor estabilidad y prosperidad como Estado, ni siquiera disfrutar de más libertades; implica, eso sí, que ningún ciudadano tenga más derechos que otros por cuna. Comparemos el reino de Suecia con la república de Burundi, por ejemplo. Durante la II República, Macià y Companys declararon el Estat Català, aprovechando la fragilidad del gobierno central. En el caso del primero le valió para negociar un mejor Estatut; pero a Companys le costó la prisión. ¿Quién en su sano juicio podría consentir algo así, saltarse la ley? Durante la Guerra Civil, Cataluña sí actuó como un estado independiente, porque la autoridad de Madrid se había desmoronado. Si la contienda no hubiese acabado así, se habrían purgado responsabilidades, no me cabe duda.

3ª. Tarradellas fue un dirigente incluyente, al tener en cuenta a todos los ciudadanos de Cataluña, no solo a los catalanes. Esas ricas y acogedoras tierras han sido forjadas con los sudores de todos sus habitantes, muchos de ellos llegados de los confines más deprimidos de España. Avanzar en el autogobierno es lícito y justo, y añadiría que recomendable, pero nunca para esconder las propias miserias, como aconteció en Cataluña en épocas no tan remotas.

4ª. ¿Se equivocó el PP al llevar el nuevo Estatut al TC? Rotundamente, sí. ¿Lo que aprobaron el Parlament, las Cortes y el pueblo catalán era más de lo que tienen actualmente el País Vasco y Navarra? ¿Quién no impetra más autogobierno? Las autonomías ‘sumisas’. Todas llevan años mendigando inversiones y competencias a cambio de apoyos parlamentarios y esto no debería ser así. Habría que darle una vuelta, disculpen el coloquialismo, a la Constitución y a su organización territorial —y de paso a los machistas criterios de sucesión—, para evitar estos injustos agravios entre comunidades, regiones o como quiera llamárselas.

5ª. Parece irrefutable que con el paso de los años hay más partidarios a la independencia en Cataluña —era de ‘solo’ el 15% en el año 2006, según el Centro de Estudios de Opinión Catalán—, pero son más, muchos más, los que estiman que tienen «derecho a decidir» y no es cierto. No tienen derecho porque la Carta Margna se lo impide. No existe otra forma de llegar a la independencia que los cauces legales, lo otro es anarquía. Nada de patochadas de 1-O, una chapuza sin garantías democráticas, hecha para mostrar al mundo —el mismo que no apoya sus reivindicaciones— en la televisión y en las redes sociales la represión del Estado español.

"La represión en sí misma nunca es una solución. Hay que apelar a la inteligencia emocional y aprender a dialogar", sostiene García Cárcel. Por lo tanto, sobran tantas cosas, empezando por el mensaje del Rey, que no se anduvo con chiquitas; sobra el empecinamiento de un Parlament y un Govern que no alimenta otra cosa que un sueño imposible, sobran prisiones incondicionales, etc. Y mientras, la gente de la calle se posiciona, se guerrea por colocar unos lazos amarillos, se incendian banderas y símbolos, se riñe por unas ideas... como en rancios tiempos pasados que no acabaron bien.

"La historia la marca el pueblo. Si quieren irse, acabarán yéndose; eso sí, que sea con todas las garantías para ambos. ¿Alguien ha cuantificado todo esto? ¿Quién correría con los gastos? Nadie habla de ello", dice mi prudente amigo Alfonso Domínguez. Tal vez. Lo que es inequívoco es que esta revolución para llegar a la república catalana no está siendo limpia, ni sin tacha, ni pura, ni exenta de violencia, ni la gente rebosa de alegría, como pregonaba Salvador de Madariaga en 1931, ¿recuerdan? Aquí todos piensan que "el infierno son los otros", como en el aforismo de Jean-Paul Sartre.
 

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