Opinión

Anhelo bailar de nuevo

Recuerdo perfectamente la primera vez que bailé con alguien desconocido. Fue en las fiestas del Sagrado Corazón y todavía era un aprendiz de adolescente. Iba con mis amigos de Montirón Eduardo y Michi, algo mayores que yo y, en consecuencia, mucho más versados en el zapateo. Mientras ellos le pedían a alguna chica para botar un pé yo aguardaba. Estaba muy cerca de la orquesta y el ruido era ensordecedor. Quise alejarme de allí pero me quedé atrapado entre la gente. Una muchacha ya mayor para mí —tendría sobre unos 20 años— me daba la espalda cerrándome el paso. De forma inocente la toqué por atrás y le dije:

—Me dejas pasar, por favor.
Ella me dio un repaso de arriba a abajo, le pidió a su amiga que le sujetase algo y me contestó con un lacónico:
—Sí.
Y se agarró a mí para que danzáramos. Me creí morir. Sin duda había entendido un "quieres bailar, por favor". Y allí me quedé, empequeñecido, mirando de reojo cómo hacía el resto del mundo, con el corazón y el rostro ruborizados. Apenas podía moverme por el sobresalto. Menos mal que era una canción lenta —Santa Lucía, de Miguel Ríos— y sólo había que rodar y rodar, rodar y rodar; eso sí, teniendo cuidado con no pisarla. De hecho no pensé en otra cosa. 

Cuando acabó la música salí corriendo, ni le devolví a la chica la sonrisa que me regaló, no fuera a ser otro malentendido con Cartagenera morena, que era lo siguiente en el repertorio de la Max 2000. No se lo conté a nadie; la vergüenza superaba a la confianza.

¡Jo!, lo felices que éramos antes del fatídico covid-19 y no lo sabíamos. Anhelo bailar de nuevo;  solo tenemos una vida y parece que no la estamos viviendo. Tempus fugit

Poco tiempo después le pedí a mi vecina Estrella, algunos años mayor que yo, si me podía enseñar a danzar agarrado, por amor propio y porque muchos amigos del barrio ya iban a la macrodiscoteca Studio 3 y hablaban verdaderas maravillas sobre el baile lento. Y así, mi vecina me empezó a instruir un par de días a la semana. Practicaba los pasos — "uno, dos, media vuelta; uno, dos, media vuelta..."—, cómo agarrar con elegancia a mi partenaire por la cintura —ni muy laxo ni muy fuerte— y otros apaños. Hasta que un día me espetó:
—Hala, neno, ya estás listo.

No podía tardar mucho en estrenarme, pensé, porque se me olvidaría lo aprendido. Así que postergué mis miedos y un domingo fui a Studio 3 con mi primo Gonzalo, Moncho de la Clara y otros camaradas mayores del barrio. Tras las dos tomas, la de contacto con la pista en el baile suelto y la del cubalibre que incluía la entrada, me sentí presto y por fin el momento llegó.

Las luces de neón impregnaron el local y empezó a sonar la música lenta —Words, de F. R. David—. Le pedí, poniendo ojitos, a una chica y me dijo que sí. Ya no había marcha atrás. "Uno, dos, media vuelta; uno, dos, media vuelta", me repetía en la cabeza mientras le agarraba la cintura con suma delicadeza y correspondía a sus risitas. Tras el primer baile, vino otro, y otro, hasta que 99 Luftballons, de Nena, anunció el cese de la música lenta. Se despidió de mí diciendo:
—¡Qué bien bailas! Yo me siento siempre por aquí.

¡Yabadabadú! No podía ser más dichoso. Desde ese día bailé y bailé, perfeccioné mi estilo con técnicas originarias de Montirón como el gancho y fui feliz, bien zapateando el parqué, bien en mi fabulación.

Corolario: ¡Jo!, lo felices que éramos antes del fatídico covid-19 y no lo sabíamos. Anhelo bailar de nuevo; solo tenemos una vida y parece que no la estamos viviendo. Tempus fugit.

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