Opinión

Los amantes de Aizoon

ENTRE TANTO RUIDO de pataletas, votos, besos, llantos y pactos, se nos está distrayendo una de las más bellas historias de amor descritas en nuestro reino desde lo de los amantes de Teruel, tonta ella, tonto él, que apostillábamos en el patio del colegio, quién sabe ahora si por la rima fácil o por afán premonitorio. Es es el romance de los duques de Aizoon, un moderno cuento de princesas con todos los ingredientes de los clásicos. A falta, claro, del final feliz, que no podemos descartar porque en la mágica España cualquier fantasía es posible, menos la esperanza.
Maduros de corrupción, perdida aquella inocencia infantil de la democracia primera, no hemos sabido mirar con ojos de ilusión ávida de aventuras y magia las sesiones del caso Noós. Pero es solo nuestra mirada, sucia de rabia, la que no nos ha velado lo importante, lo realmente esencial que ha sucedido en ese salón del trono de la Audiencia de Mallorca bajo la imagen vigilante de Felipe VI, rey, exhermano y excuñado: el triunfo del amor por encima de todo, por encima de los títulos nobiliarios, las líneas dinásticas o las amenazas de sentencias. La infanta y Urdangarín habrán dejado de ser una opción en caso de holocausto en La Zarzuela, pero a cambio serán ya para siempre Cris e Iñaki en nuestros corazones de súbditos, monarcas del amor.

Falta, claro, el final feliz, que no podemos descartar porque en esta mágica España cualquier fantasía es posible, menos la esperanza

Hay quien quiere limitar el caso Noós a las andanzas delictivas de una pequeña partida de asaltacaminos venidos a más que utilizaron sus influencias, su jeta y sus accesos al erario público para trincar de largo. Lo típico, liberales puros, nuestro sino. Quieren negar así la grandeza en el relato, el desafío hercúleo del reto, el aprendizaje y la moraleja, la ocasión para el mito. Pero todo este asunto, el romance de los duques de Aizoon, es sobre todo un canto a la lealtad en un entorno, el de las monarquías, en el que esta cualidad no se valora sino en los sirvientes y no se espera ni de los primos segundos, menos aún de los cuñados. Es en palacio más una virtud perruna, propia de «personas» como esas que la infanta suponía que trabajaban con Urdangarín en sus cosas, todo demasiado ordinario como para merecer mayor atención.
Bien lo han podido comprobar, desde que el saqueo comenzó a salir a la luz, la propia Cristina y el no menos propio Iñaki, que vieron cómo los sucesivos reyes que han ido entendiendo del asunto se fueron desentendiendo a medida que iban comprobando que ni siquiera toda la protección que les podían ofrecer la Fiscalía, Hacienda, el aparato del Estado y sus cloacas iba a ser suficiente para sacar del aprieto con bien a la niña y a su chorbo. En la Casa Real —ese organismo absolutamente fuera de control que se dedica a gestiones y asesorías varias con total desconocimiento del Rey de turno— no hubo duda en cortar por lo sano en cuanto ella dejó claro que no iba a cortar con su marido, el plebeyo que había introducido en palacio con sus estúpidas moderneces de matrimonios morganáticos.
Hubiera sido la salida más fácil. Había sido educada, al parecer bastante mal, para estas cosas. Sus mismísimos padres le habían demostrado cómo hacerlo durante décadas de fingida convivencia. Se trataba solo de hacer lo mismo, pero al revés: una ruptura pública que estableciera un cortafuegos entre Urdangarín y la Corona, mientras mantenía la relación en privado, siempre confiados en la discreción de una residencia en el exterior y la indiscutida complicidad de los poderes públicos y privados y de los medios de comunicación patrios en el interior.
Pero ella se negó y decidió mantenerse fiel a su marido hasta las últimas consecuencias, hasta perder su ducado, hasta ser expulsada de la Familia Real, hasta tener que sentarse en un banquillo, hasta renunciar a su propia dignidad personal al presentarse ante el mundo como una solícita y sometida esposa en lugar de aquella mujer preparada, independiente y activa trabajadora de La Caixa que nos habían presentado.

En los palacios la lealtad no se valora sino en los sirvientes y no se espera ni de los primos segundos, menos aún de los cuñados

Esa es la auténtica grandeza, la magia del amor. Porque todo en este romance de los amantes de Aizoon, en el este delicioso cuento de princesas, es mágico. Magia pura es, por ejemplo, el simple hecho de que estas dos benditas personas fueran capaces de alcanzar siquiera la pubertad con el grado de ignorancia, desinterés y despreocupación que demuestran por todo lo relacionado con su propia supervivencia y la de su familia. Él, encargado de buscar el sustento, no sabía ni a quién contrataba, ni cuánto ganaba, ni cuánto gastaba, ni quién le hacía los números ni quién tomaba las decisiones. Ni siquiera sabía a qué se dedicaba, porque saber, lo que es saber, ya dijo que no sabía de nada. Ella , sencillamente, no consideraba de buen gusto hablar de esas cosas en casa; firmaba los papeles que le ponían delante y bastante tenían con acertar a estampar la firma donde le marcaba la equis.
Así las cosas, solo la magia puede explicar que ambos lucieran titulación universitaria y preparación para ocupar los puestos que ocupaban. Si Palma exigió la retirada del título de duques, no sé a que esperan sus respectivas universidades para reclamar que les quiten los de licenciados.
Pero todo apunta a que esta lealtad mutua es tan fuerte que ni eso ni la más temida de las sentencias podría estropear este cuento. Hemos visto la primera imputación de un miembro de la Familia Real, el primer interrogatorio en un banquillo de los acusados y parece bastante probable que veamos el primer vis a vis. Es la grandeza del amor. Si pudiera elegir, yo también querría una pareja así, alguien a quien confiar ciegamente mi vida, que simplemente se entregue entera, sin explicaciones, sin preguntas. Alguien como Cristina, como Iñaki. Alguien como el fiscal Horrach, aunque ese es otro cuento.

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