Opinión

La cerbatana

La sentencia del Caso Nóos no solo es suficiente, sino que es justa porque ya no importa la opinión de los jueces

CREO QUE ANDABA todavía por 4º de EGB, tal vez 5º. En el pupitre me sentaba junto a Ramírez, que era clavadito a Perezgil, el caracol amigo de la Gallina Caponata en Barrio Sésamo, al que yo llamaba Perejil, quizás porque era verde. El caracol, no Ramírez, al que de todas formas llamábamos Perejil.

Esa mañana, no recuerdo a cuento de qué, nos dio por competir a ver quién acertaba más veces a la fotografía enmarcada que colgaba encima de la pizarra, así que preparamos el preceptivo arsenal de bolitas de papel ensalibadas para lanzarlas con nuestros bolis Bic reconvertidos en cerbatanas. Éramos buenos, así que para cuando la profesora nos pilló ya habíamos dejado la cara del tipo del retrato perdidita de granos blancos. Perejil y yo tuvimos que descolgar el cuadro, limpiarlo y acabamos castigados el resto de día cada uno en una clase de 2º de EGB, con la mesa debajo de la pizarra mirando de frente al resto de la clase, que se dio el gustazo del cachondeo correspondiente. «Si os comportáis como niños pequeños, os vais con los niños pequeños», había razonado la profesora para decidir el castigo.

El tipo del retrato resultó ser el rey Juan Carlos I, cuya fotografía lucía entonces en todas las aulas, tampoco sé a cuento de qué. Tendría yo entonces diez u once años y ningún motivo para el rencor, pero estoy por asegurar que fue aquel el día que, sin ser aún consciente de ello, me hice republicano. Debe de ser así, fruto de algún trauma infantil insuperable, porque en pocas ideas he demostrado semejante empecinamiento y militancia, en una trayectoria ideológica por otra parte parca en certezas y escrita en renglones torcidos.

Habrá a quien le parezca poco, tal vez porque nunca ha hablado con nadie que haya estado en prisión

Quizás solo en otro aspecto he mantenido una constancia similar: mi conocida y casi infalible capacidad de errar en todas mis predicciones, especialmente si van acompañadas de apuestas. Si creyera en la magia, apostaría a que es una capacidad mágica.

Mezclé ambas constantes en el caso Nóos. Primero me jugué una cena a que la infanta Cristina nunca iba a ser imputada. La perdí, aunque con gran placer por mi parte. Mientras la pagaba, aposté otra a que nunca iba a llegar al banquillo de los acusados, con el resultado conocido. Como rectificar es de sabios, y ya hemos quedado en que no lo soy, insistí: la infanta sería absuelta, solo que esta vez me cuidé de que no hubiera cenas de por medio. Por supuesto, gané justo cuando no había nada que ganar, dando otra exhibición.

La verdad, no me importa. No voy a molestarme en leer los 700 folios de la sentencia. Estoy dispuesto hasta a darla por justa, soy de los que defiende el estado de Derecho y el sistema de Justicia hasta cuando no me dan la razón. Que sea señalada por haberse beneficiado de la corrupción de su marido y los seis años de prisión de este me parecen suficientes. Habrá a quien le parezca poco, tal vez porque nunca ha hablado con nadie que haya estado siquiera una semana en prisión, ni con su mujer, ni con sus hijos. Seis días en una celda son terribles, seis años son una vida.

Y porque en realidad poco importa ya, el trabajo esta hecho. En estos años locos del caso Nóos y la corrupción depredadora este país ha visto como se caía probablemente para siempre una venda que no le había dejado ver durante los últimos cuarenta. Ha visto pedir perdón a un rey que había encumbrado como intocable, que es un grado más que inviolable, por mucho que diga la Constitución. Lo ha visto abdicar para conseguir una prórroga para la Monarquía, y cómo sus cacerías y sus amantes se han convertido en pasto de las tertulias de Tele 5. Ha cumplido por adelantado la condena de su hija, la inocente.

Este país ha visto cómo un hermano, que es rey pero sobre todo hermano, le ha retirado a su hermana el ducado de Palma, la ha presionado para que renuncie a sus derechos dinásticos y la ha condenado al destierro. Este país ha visto, ya sin venda en los ojos, cómo los ciudadanos pasaban del aplauso al reproche en los actos públicos, cómo en el Parlamento un importante número de representantes del pueblo compite sin tapujos por ver quién es mejor con la cerbatana.

Ya no lucen fotos del Rey en todas las aulas, ni lo que ha pasado se olvidará pasando un paño a los salibazos de papel. Este país aún tardará en completar el camino, porque todavía ni ha decidido si quiere recorrerlo o no. Pero si algún día se llega a esa meta, volveremos la vista atrás y lo que veremos en el punto de salida es este momento. Sí, para mí la sentencia es más que suficiente, sobre todo porque la condena que menos importa ya es la de los jueces y porque estoy seguro de que, esta vez sí, he ganado la apuesta.

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