Opinión

Delgadita, pelo largo,veintiséis


HA MUERTO José Tojeiro, uno de los grandes. En este país olvidadizo y desagradecido se le llorará poco, pero eso ya no le importa porque él nos ha trascendido a todos. Ha sido uno de los pocos españoles que no necesitó morir para convertirse en mito. Ahora es, sencillamente, Historia.

Se va con él uno de los grandes misterios sin resolver de la crónica negra reciente, quién le puso droja en el colacao para que durmiera tantas horas. También en eso le fallamos como país, pero en el pecado llevamos la penitencia: en este mismo momento, en cualquier lugar, tres desalmadas podrían estar seleccionando a una nueva víctima de su compló de prespitación; vigilen sus colacaos, los siguientes podrían ser ustedes.

En apenas unos minutos de grabación, José Tojeiro consiguió crear un arquetipo universal, como los personajes shakesperianos, a la altura del Ignatuis  J. Reilly de ‘La conjura de los necios’, con una intensidad tal vez solo alcanzada por los atormentados prototipos de las novelas de Conrad. Solo que supera a todos ellos en concreción, en inmediatez, es a la vez Quijote y Sancho, sin que falte nada de ninguno de los dos. También hay que resaltar la labor de los editores, que dejaron a Tojeiro extenderse en toda su inmensidad, sin cortapisas, sin obstáculos.

Ha muerto José Tojeiro, un arquetipo a la altura de cualquier personaje shakesperiano, la profecía de nosotros mismos

Salido de la nada, o lo que es lo mismo, de la emigración en Suiza, y sin más armas que su propio rencor ante la traición, pocos supieron mirar a la cámara de ese modo, consagrando un primer plano para transmitir con una simple caída de cejas, con una leve inclinación de cabeza, con una oportuna inflexión de voz, todo lo terrible que encierra la condición humana a la vez que lo enfrentaba a lo más maravilloso, a la entrega de la confianza absoluta y de la traición más mísera.

Porque hay que ser muy artera, insospechadamente ladina, para buscar un fajo de francos suizos bajo las sayas de una mesa camilla de Cariño. Y más si encima te pagaban, ni mucho ni poco, lo normal, pero te pagaban.

Aquellos minutos gloriosos que nos ofreció en el 93 ‘Código Uno’ son un género en sí mismo. En ellos se resume toda la amargura de la ruptura matrimonial, la verdad de todos los boleros que nos cantaban que la distancia es el olvido, la lucha contra la soledad bordada en una lencería de alquiler, el esfuerzo de un vida de penurias estrellado contra la triste realidad del retorno a una vida que ya no es la tuya, la impotencia ante la injusticia.

Y el horror. Nadie como Tojeiro mirando a la cámara con su dignidad violada ha sabido transmitir de manera tan sincrética y en tan poco tiempo todo el peso existencial de la condición humana desde que vimos a aquel Marlon Brando obeso y oscuro frotándose el cráneo rapado mientras pensaba en «el horror» en ‘Apocalypse Now’.

Aquello, sin embargo, era la guerra, y todo estaba permitido, justificado, anticipado. Esto era Cariño, nadie se lo podía esperar, era nuestra casa, nuestros cojines con puntillas, nuestras muñecas de adorno en el salón, nuestros ahorros de una vida, nuestras putas de confianza. Si ya no se puede confiar en ellas, qué nos queda.


No necesitó morir para convertirse en mito. Ahora es Historia

Un personaje y su historia no trascienden fronteras y generaciones, no se revalorizan en la tremenda transición de lo analógico a lo digital, del VHS al Youtube, si no encierran en sí mismas toda la contradicción del ser humano, todas sus esperanzas, desvelos y miedos.

Aquella historia supuso el final de muchas certidumbres, y también el principio, la profecía de muchos males que luego han sido. Y, sin embargo, no aprendimos nada.

Hoy, ahora mismo, todos nosotros somos Tojeiros ladeando la cabeza ante la cámara y frunciendo nuestros entrecejos para contarnos los unos a los otros cómo dejamos entrar con total confianza en nuestros gobiernos, en nuestros bancos, en nuestras empresas, en nuestras casas, a aquellas vendedoras sinvergüenzas que nos prometieron la felicidad y el placer de prespitación, pero no por prespitación, sino por robar. Dinero, mucho mejor. Y sin que tuvieran que hacer ningún secreticio, ni exceso, nos pusimos voluntarios.

Ha muerto José Tojeiro y ni siquiera hemos sido capaces de interrogar a la delgadita, pelo largo, veintiséis. Por el camino hemos perdido mucho más que un puñado de francos suizos. Perdimos la inocencia, ahogada en un colacao. Descanse en paz.

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