Opinión

Conflicto y respeto

Euskadi, antes
photo_camera Euskadi, antes. AEP

AQUEL DÍA iba de la facultad, donde estaba matriculado, a la cafetería, donde hacía la carrera, cuando entre los edificios del campus empecé a ver llegar lecheras de antidisturbios de la Policía Nacional. Sería veinticinco o treinta, probablemente llegadas de Logroño o de Castilla. Formaban en hilera tras la valla que separaba el campus de la Universidad del País Vasco en Leioa del resto del mundo, esperando la autorización del rector para entrar.

El rector y el resto del equipo directivo del campus, que en aquellos finales de los 80 y principios de los 90 tendría doce o quince mil alumnos, estaba encerrado en el Rectorado. Por algo que ahora no recuerdo, pero probablemente relacionado con los presos, unos cientos de alumnos los llevaban asediando desde la tarde anterior sin dejarles abandonar las instalaciones en toda la noche. Nada extraordinario, por otra parte, salvo por el tiempo del asedio, que se les había ido de la mano. A la hora o así, en cuanto el rector dio la orden, el campus entero era un enorme encierro de San Fermín, solo que con recorrido abierto: a la vuelta de cualquier esquina te podía llevar por delante una manada de corredores desbocados o empitonar un morlaco con un pitón de un metro de goma negra y dura.

A la vuelta de cualquier esquina te podía llevar por delante una manada de corredores desbocados o empitonar un morlaco con un pitón de un metro de goma negra y dura

Yo iba a la cafetería, ya digo, que entonces enfocaba sus ventanales a una especie de placita ovalada entre edificios de facultades y secretarías. En esa placita había visto crecer Gesto por la Paz, desde las mesas junto a aquellos ventanales. Un pequeño grupo de estudiantes y profesores, pequeño de verdad en aquel ambiente de bombas de gran destrucción en los bajos de los coches, balas del nueve parabellum perforando cabezas y gente que entraba y no salía de Intxaurrondo, había decidido que estaban hartos: cada vez que había un muerto fuera del bando que fuera, y en esos años los había todas las semanas, se reunían en silencio en aquella placita, aguantando en cada ocasión los insultos y los desprecios de quien tocara ese día. Gente con pelotas, esta de Gesto por la Paz, un respeto.

Coincidía en Bilbao con algunos de ellos y con bastantes más de los que les increpaban. El conflicto, le decían. El conflicto era que a alguien como yo, ni especialmente valiente ni especialmente despreciable, dejara de llamarle la atención en un par de años la imagen de dos autobuses urbanos cruzados y ardiendo bloqueando la entrada al casco viejo por el puente de La Salve cualquier sábado por la tarde. Era que pudiera estar tomando una cerveza en un bar de Barrencalle o en cualquiera de las Siete Calles mientras fuera los beltzas y los batasunos pasaban el tiempo entre carreras, porrazos, cócteles molotov y botes de humo. Cuando aprendías la terrible dinámica interior de aquella normalidad, tampoco era para tanto: cuando los dos bandos se replegaban a sus posiciones para tomar oxígeno, las verjas de los bares se levantaban y tenías unos pocos minutos para cambiar de sitio; mejor no llevar pañuelo palestino, zapatillas y mochila, porque allí nadie estaba para hacer preguntas ni para buscar respuestas; dentro del local, siempre con una copa a medio consumir en la mano, por si acaso alguien decidía entrar a echar un vistazo; y un pañuelo sin simbología para humedecer y evitar el irritante picor de los botes y el humo en la garganta cuando alguno caía cerca. Eran un par de horas o tres, para las diez de la noche solía quedar un sábado estupendo.

No puedo evitar sentirme no ya indignado, sino directamente insultado en lo personal, como ciudadano con memoria de este país

Desde que llegué al País Vasco hasta que me fui, Eta mató a 126 personas. He vuelto a Bilbao después varias veces, al campus, a esas mismas calles. Ya no existe la cafetería ni aquella placita, y las Siete Calles son un modelo de gentrificación. La sociedad vasca, y con los vascos todos los españoles, ha encontrado un modo de vivir el conflicto con una dinámica interna mucho menos terrible. Se llama política y se practica en democracia.

Cuando escucho a las derechas decir las cosas que se están diciendo, tan inasumibles que hasta las propias víctimas de Eta les suplican que dejen de utilizarlas en su beneficio, no puedo evitar sentirme no ya indignado, sino directamente insultado en lo personal, como ciudadano con memoria de este país. Me sumo así, porque no tuve huevos de sumarme en su momento al silencio de Gesto por la Paz, a la súplica de las víctimas: guarden, personas de las derechas, un absoluto respeto por ellas, un relativo respeto por el resto de los españoles y un mínimo respeto por ustedes mismas.

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