Opinión

¿Volveré a escuchar alguna otra vez el susurro del trigo?

Esa pregunta se la hacía María Afanásievna Garachuk pocos días después de tener conciencia de que había empezado la guerra. La naturaleza contrastando con lo que le tocaba vivir a los humanos. El sol brillando, las margaritas floreciendo, el rocío de la mañana nítido sobre la hierba y las metralletas de los alemanes sonando sobre los campos hasta quedarse en silencio. 

Los silencios en la guerra siempre son definitivos para alguien, mientras en los despachos señores de traje y corbata siguen hablando y decidiendo destinos.

María fue una de aquellas miles de mujeres que se alistaron en el ejército ruso y que luego nunca hablaron de ello —al menos no de la misma manera— hasta que Svetlana Aleixévich buscó sus testimonios, consciente de que la guerra no tiene rostro de mujer. 

Cuando en esas conversaciones entre periodista y ex combatiente había testigos, la narración cambiaba, lo terrible se convertía en épico y se le encontraba explicación a la parte más oscura de los seres humanos. Un montón de años después, había que seguir dibujando un relato heroico que contar a las nuevas generaciones. A solas, sin embargo, la guerra de las mujeres tenía otros componentes, siempre más atentas a lo sencillo y a lo humano, a la belleza, más proclives a la vida que a los ideales. 

Ellas también creyeron en la patria y salieron a luchar, jóvenes, casi niñas. Una cuenta cómo tuvo su primera regla en el frente y pensó estar herida al sentir su sangre brotando. Ni siquiera conocían su cuerpo y ya cargaban metralletas o ponían explosivos. 

Vivieron la guerra como soldados, calzaron calzones de hombre, recibieron metralla, sintieron el odio suficiente como para disparar al enemigo, se cortaron sus preciosas trenzas rubias, merecieron medallas, las recibieron. 

Y, sin embargo, cuando el conflicto acabó, la sombra para ellas fue mucho más alargada. Las mujeres que se quedaron las culpaban de haber luchado únicamente con la intención de estar cerca de los hombres, los hombres que se habían comportado como hermanos en las trincheras, ahora querían a otras más alegres, más coloridas, que no escondieran una sombra de horror en el fondo de los ojos. 

Si un soldado volvía mutilado, no importaba, era un héroe de guerra, si una soldado regresaba mutilada era una tullida a la que nadie quería recibir, mucho menos amar. 

Durante años aprendieron a callar sus experiencias y dejaron el relato a los hombres. Uno no habla si nadie quiere escucharte. Cuando Svetlana lo hizo, desde toda Rusia aparecieron voces deseosas de mostrarse porque «recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible» y «no es chatarra, ni cenizas. Es nuestra vida».

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