Opinión

Vida intensa, futuro incierto

LA ÚLTIMA vez que hablé con mi padre estaba enfadado, algo que en otro momento habría sido insólito, pero no tan raro en los últimos tiempos en los que parecía haberse convertido todo en piel. La piel es el órgano más grande que tenemos, me dijo no hace mucho, como si se hubiese dado cuenta en un recodo de la esquina, justo antes de tomar la curva que lleva a la vejez, de que la suya se había quedado repentinamente expuesta, sensible como nunca a cualquier inclemencia de los vientos, que, por alguna razón, últimamente nunca amainaban. Hasta los hombres más tranquilos pueden llevar dentro el corazón de las tormentas, pensaba yo al escucharlo hablar en medio de aquel torrente de emociones inesperadas

—Está claro, papi, que hasta el final del partido hay juego. Pareces Tonino Carotone cantando aquello de 'vita intensa, futuro incerto'.

Eso le dije y él asintió sin reírse con la mano agarrada al pecho, que le dolía un poco. También me dijo, sentado en un banco de la Alameda bajo las hojas de los plátanos, que me quería y que la carta que le escribí en este periódico el 19 de marzo era lo más bonito que habían escrito nunca a un padre y que estaba orgulloso de mí y del hombre del que yo hablaba allí.

—Es que nadie ha tenido uno como el mío, por eso no podían escribirlo. (Ahí sí sonrió)

Nadie tiene el mismo padre, ni siquiera los hermanos, cada uno construimos uno diferente. El mío me llamó horas más tarde para decirme que ya estaba más tranquilo, que mamá y él habían ido a comer el menú del día y al salir habían visitado el cementerio. Los muertos estaban todos bien y ellos caminaron juntos de la mano hasta el abedul que da sombra al panteón de San Mauro.

Por qué fueron al camposanto precisamente ayer, no lo sé. O sí lo sé, pero esa es otra historia. Quedamos para comer hoy, quizás un vermú y unos calamares en Padrón o en Rianxo. No pudo ser, esta mañana le dio un infarto.

Mamá, como si fuera capaz de adivinar su dolor de pecho, le dio una aspirina y llamó al 061. Los sanitarios llegaron enseguida, abrazaron a mi madre, lo metieron en una ambulancia y se lo llevaron corriendo a un hospital de Vigo, donde le hicieron un cateterismo.

Aún no lo he visto, pero sé que mi padre está vivo gracias a la fortuna y a la sanidad pública.

Mientras espero que nos dejen abrazarlo, escribo acostada en su cama de matrimonio, con las persianas cerradas al verano, rodeada de fotos de los nietos y de instantes del pasado y pienso en ti y en las vidas intensas y en los futuros inciertos y en las memorias de las familias, que nunca son normales porque de cerca ninguno lo somos.

Solo somos contenedores de un órgano defectuoso que late al ritmo que le da la gana y no entiende de bridas ni de controles de velocidad ni de fronteras y tiende a desbocarse al ritmo de cualquier corneta.

Pero sí, mientras no se pita el final, el partido sigue vivo y algunos, como papá y yo, nos empeñamos en pasarlo entero lanzando balones a puerta. Quizás debamos aceptar que hay momentos en que es mejor quedarse un poco atrás. Veremos.

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