Opinión

Presidentas que saben bailar

VEO POCAS SERIES, y no porque mi religión me prohíba ver la tele, sino porque con dos tesoritos entre la adolescencia y la juventud, es difícil encontrar plaza libre en el sillón. Cuando entro en la sala, siempre hay una criatura de pantalón corto y enfurruñada que me pregunta displicente ¿qué quieres, mamá? y que le da al mando de la tele para parar la escena de lo que sea que está viendo, que nunca sé si es para no perderse un segundo de la trama o para que yo no me entere de la naturaleza de las imágenes que, no me cabe duda, irán a tope de sexo, drogas, violencia y rock and roll. No importa, a la edad de tormentito yo vi en casa de mi amiga Lucy, donde no triunfaban los dos rombos que regían mi infancia, El imperio de los sentidos y miren qué bien salí, nunca me ha dado por introducirme un huevo en ningún orificio que no sea la boca. A continuación, me dicen que me quieren y que cierre la puerta al salir y yo me voy a pensando en el oxímoron constante que nos regala el amor materno filial, siempre imprescindible y siempre pesado.

El otro día conseguí llegar al sofá y ver Intimidad, una ficción de varios capítulos ambientada en el País Vasco que narra el desnudo total, moral, profesional, humano al que son sometidas las mujeres que ven desveladas públicamente imágenes de su intimidad sexual. Un guion bueno y una producción ambiciosa ayudan a mantener la atención, la adrenalina, a disfrutar del entretenimiento y a sentir la incomprensión, la injusticia, la crueldad de un hecho aparentemente banal que no es percibido por la masa con toda su crudeza. Enseguida nos sumamos al escarnio, nada nos gusta más, como seres gregarios e instintivos que somos, que señalar todos en la misma dirección.

Itziar Ituño, que está soberbia, interpreta a la protagonista, una candidata a la alcaldía de Bilbao que ve como salen en los telediarios las imágenes de un encuentro sexual en la playa con un hombre que no es su marido. Se supone que la intimidad de un político no le importa a nadie, y sin embargo todo su futuro, su ambición, su carrera, su familia, se ve desmoronada por ese ataque vil y asquerosamente machista, porque ya sabemos lo que le pasa a la mujer del César.

Me he acordado de ella al ver estos días en los medios a Sanna Marin, la presidenta finlandesa. Igual que sucede con el sexo, bailar desaforadamente con tus amigos es divertidísimo, pero visto desde fuera por cualquiera de los que no estaban allí, puede resultar ridículo, incluso pornográfico. Eso lo saben los que lo han usado para desestabilizarla, quizás contrincantes políticos o simples enemigos, esos siempre son de tu propio partido. Solo se odia de cerca. Me imagino su estupor, su indefensión y su rabia al ver una imagen natural y privada, que no afecta para nada a su función pública, haciéndose viral con intenciones espurias.

Y una cosa les digo, yo que en toda mi vida no le he dado más que una calada a un canuto, si en la puerta del Congreso hacen un test de drogas igual teníamos que cerrar el chiringuito, así que menos hipocresía, menos acoso machista y más presidentas que saben bailar.

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