Opinión

La elegancia y otros gestos

Creo que este gusto por escribir cartas lo heredé de mi abuela Salesa, que siempre tenía desplegada frente a ella una mesa con papel y boli, cual Carlos III pero sin pelearse con los tinteros, tampoco con los lacayos porque no tenía, excepto a mi madre, que se pasó cuarenta años atendiéndola como a una reina. 

No hace mucho la herencia de las mujeres era así, la mayor la mala suerte, la mediana la imposibilidad de elegir y la pequeña los cuidados para siempre y gracias si con el lote iba una era del tamaño del gallinero de Balmoral, aunque puede que ni eso, porque deben hacer falta muchos huevos para alimentar un castillo. Quizás por eso el nuevo rey ha despedido a cientos de empleados, para no tener tantas gallinas cacareando y buscando maíz entre el césped del jardín y quizás mi abuela escribía para mantener viva su memoria, la memoria del momento en que fue feliz.

Siempre hubo un momento feliz, y si no lo hubo, lo construiremos como tal en el recuerdo, siempre inventado o al menos coloreado. Eso de los filtros funcionaba mucho antes de que existiera Instagram, puede que los de cierta edad no los usemos para las imágenes, pero los aplicamos en cada momento, en casa palabra, en cada gesto para dar una mejor versión de nosotros mismos. Es difícil , eso sí, fingir a todas horas, 24/7, que dirían los modernos y si tuviéramos una cámara perpetua apuntándonos como un francotirador sería difícil que no asomara un gesto de hastío o de contrariedad o directamente de ira a duras penas contenida como le ha sucedido al monarca estos días. Pobre Carlos…

Mi abuela, como Isabel, también murió a los 96, recibiendo como cada tarde a sus fantasmas, que acudían en puntual procesión a visitarla, ni siquiera el Alzheimer borró la presencia del pasado, que siempre está frente a nosotros, tan incierto como siempre. 

En el tanatorio donde la velamos descubrimos que no había salido la esquela correspondiente en el Diario de Pontevedra. Nunca olvidaré la escena, mi padre sentado y frente a él un empleado de la funeraria disculpándose. Cómo es posible, ¿tenías tantos difuntos anoche? Le preguntó en el tono solemne y regio de un jefe de estado. En realidad sólo eran dos y de una se olvidó. Mi progenitor le miró a los ojos, disgustado como estaba por ese error irremediable, no hay una segunda oportunidad para enterrar a alguien. Yo atendía expectante, sabiendo que un grito, un reproche, un gesto de ira a veces nos alivia, pero ante aquel hombre que pedía perdón mi padre mantuvo la compostura y aceptó sus disculpas. Vio al ser humano que se había equivocado.

Por suerte la elegancia no es patrimonio de los monárquicos.

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